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Amar el mundo apasionadamente

22 de Junio del 2018 - Manuel Robles

Un personaje como Tomás Moro, fiel a la conciencia y a la Iglesia, siempre desentona. Y eso fue lo que le pasó a él en la corte de Enrique VIII de Inglaterra. Como todos los santos, seguro que tenía defectos, pero era tan elegante por dentro que no se le notaban. Ya desde muy joven triunfó en su carrera profesional como funcionario público.

Repasando alguna de sus biografías, como la de James McConica, lo retratan como un hombre bondadoso, inteligente, bienhumorado, erudito, sensible, equilibrado, afectuoso de trato, galante con las mujeres, pero sobre todo con la suya, padre de familia numerosa, trabajador incansable, valiente, prudente, delicado, fuerte, agudo, irónico, digno, nunca solemne, sencillo, espléndido conversador, buen escritor, políglota, poeta, creyente profundo, amigo de la oración, adelantado de su tiempo, gozador de las buenas cosas de la vida, austero, político honrado a carta cabal… ¡menudo pedazo de hombre!

El cineasta Fred Sinneman tituló una película sobre él “Un hombre para la eternidad”, que sigue siendo uno de los mejores guiones cinematográficos que existen. Vivió con rectitud, humildad, buen humor y sabiduría. Se relacionó con la gente importante de su tiempo, y fue amigo íntimo de Erasmo de Rotterdam. Escribió muchas cosas, pero sobre todo un libro admirable que todavía asombra: “Utopía”, donde plantea la posibilidad de crear un Estado justo, en el que todos sus habitantes alcancen la felicidad. Murió ajusticiado por ser fiel a su conciencia, a su Dios y a la Iglesia católica.

Y lo que llama la atención es que este santo siga siendo poco conocido entre los cristianos, también que haya sido poco leído, y, por supuesto, poco admirado e imitado. ¿Por qué? Además de posibles razones políticas y de moralina casuística o iniciales sospechas sobre sus famosos “silencios”, estoy convencido de que Tomás Moro resultaba “excesivo” para una iglesia habituada a la santidad de los religiosos y a las claras virtudes eclesiásticas. Todavía quedaba lejos la llamada universal a la santidad, que traería el Vaticano II, que incluía a los hombres y mujeres de la calle.

Su muerte, bajo la ira despechada de Enrique VIII de Inglaterra, fue considerada martirio. Tomás Moro demostró que se puede ser creyente sin dejar de amar este viejo y pícaro mundo. Y que Dios puede ser apasionadamente amado sin marcharse del mundo. También a él se le puede cantar en serio aquel bolero de Agustín Lara, “solamente una vez, amé en la vida”.

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