Gracias, doctor
En la vida hay días amargos. Uno de ellos es aquel en el que un ser querido se nos va para siempre, situación que no por natural deja de ser dolorosa, terriblemente dolorosa.
En estos días, es cierto, los sentimientos están a flor de piel: los buenos y los malos, y cualquier situación, cualquier gesto, cualquier detalle, se vive con una intensidad que en otros momentos puede pasar desapercibida. Puede que no debería ser así. Puede que seríamos mejor personas si supiéramos sentir con intensidad y valorar como se merecen los detalles, y no tan detalles, de la vida cotidiana que nos hacen sentir lo bueno y lo malo.
Pero no es mi intención presentar al lector mis reflexiones, que ningún mérito tienen.
En realidad, estas líneas tienen otro motivo, que tiene que ver con el modo en que se comportan las personas en situaciones en las que somos tan vulnerables y nos sentimos tan indefensos.
Mi madre falleció en el Centro Médico, tras unos días de ingreso que se nos hicieron tan intensos como cortos.
Nuestra experiencia fue, como es comprensible, amarga: ver cómo se le va la vida a un ser querido sin que sea posible hacer nada genera un sentimiento de impotencia y vulnerabilidad difícil de asimilar, por más que haya que aceptar que así es la naturaleza humana.
En esta situación el trato que recibes, o percibes recibir, de los demás cobra un significado muy especial. Y de esto trata este pequeño escrito.
No quiero incidir en lo negativo ni en las actitudes de algunos “profesionales” que me han dolido en el alma (y ahora sé lo que significa verdaderamente “doler en el alma”). Quiero quedarme con lo bueno, que lo ha habido y mucho: el cariño de muchos amigos y amigas, compañeros y compañeras.
Pero, sobre todo, quiero manifestar aquí mi agradecimiento por el buen trato del personal sanitario que ha atendido a mi madre con todo el cariño del mundo y con un buen hacer que va más allá de la profesionalidad. Especialmente quiero expresar ante todos ustedes, lectores, mi agradecimiento, con mayúsculas, al doctor Joaquín Bernardo Cofiño, no por su buen hacer como médico (algo que, estoy segura, no necesita que yo le reconozca), que también, sino por su inmensa humanidad; por saber ponerse en la piel del otro y actuar en consecuencia: mientras que para “alguien” mi madre “ocupaba una habitación”, para él era una persona que necesitaba cuidados, sin más. Se los proporcionó y facilitó que se los procuraran quienes la atendieron durante estos días de angustia, sin atender a otros criterios que los que dicta el corazón de la buena gente: ayuda a tu prójimo.
Gracias, doctor.
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