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Libertad de pensamiento y libertad de expresión: libertad de cátedra

13 de Julio del 2018 - Julio Luis Bueno de las Heras (Oviedo)

Hace unos días, en el Club Prensa de LA NUEVA ESPAÑA e invitado por la Asociación Universitaria Santa Catalina, D. Ramón Punset, profesor de Derecho Constitucional -con cátedra en nuestra Universidad y en este diario-, impartió una esclarecedora clase magistral sobre "la libertad de cátedra".

En su concepción inicial, la libertad de cátedra parece presentársenos como una prerrogativa "de los catedráticos" y, en un primer nivel de extensión, de los profesores con cualquier rango académico y a cualquier nivel educativo -particularmente si, además, éstos se sienten, son y ejercen de maestros-. Ciertamente, y como dejó claro el conferenciante, no se trata de un derecho absoluto sino de un derecho condicionado por exigencias de cada contexto -social, cultural, pedagógico y docente- y acotado en cada caso por las leyes vigentes en cada momento y lugar; un derecho cuyo ejercicio no viene dado sin mediar el esfuerzo -ocasionalmente heroico- de defenderlo.

Aunque tenga resonancias arcaicas y pomposas, y su sola mención produzca eritemas entre antisistemas en nómina, este derecho -libertad de proyección del pensamiento- no es una bula clasista para el que lo ejerce, sino que defiende, directa o colateralmente, unos valores sustanciales e irrenunciables de quienes se benefician a todos los niveles y direcciones de transmisión del conocimiento en convivencia ordenada. Valores que enlazan la misma y genérica (y no menos acotada) libertad de expresión "de la gente" que opina con las garantías propias de otros desempeños naturales, vocacionales y profesionales con fuertes implicaciones deontológicas: desde los limitados derechos de los padres a educar a sus hijos en determinados principios y rudimentos vitales a la enorme responsabilidad -primero de conciencia y luego civil y penal- de quienes ejercen como instrumentos de la Autoridad o de la Justicia misma. Incluyendo la multiforme y variopinta potestad que ostentan -y/o detentan- quienes coyunturalmente están concernidos en labores de asesoramiento, asistencia y remediación (por ejemplo: consejeros, abogados, psicólogos y médicos). Y particularmente si, en tales casos, existen relaciones de ascendencia jerárquica o funcional sobre discípulos, pupilos, clientes o pacientes; inclusive de vinculación ética o religiosa (mentorías, tutelas y direcciones espirituales -que suena remoto, pero que haberlas haylas, aquí y ahora, y algunas notoriamente peligrosas).

En el ámbito científico -cuyo aval de legitimidad y limpieza descansa en un método que exige experimentación, interpretación y múltiple comprobación- el riesgo de dirigismo dogmático o de impostación se reduce sensiblemente (al menos en escalas de tiempo acordes con la duración de nuestra existencia), de forma que siempre tendremos la oportunidad de saber -y hay amplia literatura al respecto- acerca de bluffs, errores y falsedades de toda índole y catadura de los que hayamos oído o que hayamos sufrido en directo a lo largo de la vida. Aun así hay dogmas seudocientíficos que se traducen en dictatoriales líneas subliminales de pensamiento que pueden no llevarte ya a la hoguera, pero sí al extrañamiento o al destierro presupuestario o profesional, particularmente en temas muy sensibles y próximos al viscoso terreno doctrinal-político-socio-económico: caso del acceso a recursos materiales o energéticos, a las relaciones con el medio natural (incluido el "clima climático") y a la sexualidad (incluyendo género, número y caso). Cabe como ejemplo algo tan sustancial para la vida misma como el conflicto entre ciencia y conciencia y el acomodaticio y utilitarista consenso legal acerca de eugenesia, aborto y eutanasia (o sea: diferencia entre ser un ser humano con todos los derechos y ser un "cachocarne" para incinerar o reciclar por piezas).

En otros ámbitos, donde la realidad y lo que nos muestran nuestros ojos mentirosos (o viceversa) puede depender mucho más de coyunturas y entornos y, sobre todo, de los modelos adoptados por el poder y por su casi ilimitada capacidad y recursos para solapada o explícita imposición de pensamientos únicos o políticamente correctos (genoma del totalitarismo), la situación es mucho más procelosa y, por tanto, mucho más difusa y arriesgada. Sobre todo si no se trata de movimientos y movidas aleatorios sino marcadamente unidireccionales. ¿Acaso no les extraña e inquieta a ustedes, estimados lectores, que quienes están contra las leyes de mordaza ajena estén simultáneamente a favor de sus propias mordazas y escraches o de la prevalencia de neoderechos y alarmas sociales inducibles e inducidas sobre el derecho escrito, y que tengan tan fértil vocación legisladora para tratar imponernos doctrinas sociológicas, tabúes conceptuales, malabares lingüísticos, normativas asimétricas, formaciones del espíritu antinacional y memorias históricas?

Desde estas modestas líneas me permito rogar al profesor Punset que desarrolle núcleo y colaterales de este peliagudo tema desde su tribuna presidida por "el espíritu de las leyes". Los ciudadanos libres no sólo necesitamos que nos abran bien los ojos, sino que nos limpien legañas y nos prevengan de antojeras.

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