Juicio de Dios, juicio de hombres
Hace poco más de veinte años, con motivo de la muerte de una etarra en enfrentamiento con la Guardia Civil, un obispo vasco introdujo en su equidistante, alambicada y anfótera homilía un lamento: la muerte de una terrorista es la “muestra del fracaso de nuestra sociedad”.
En un arranque de cauta audacia ¬-aquellos eran días de sangre y fuego- escribí al citado monseñor para corregirle, digamos que filialmente: “No es la muerte, sino la existencia misma de terrorismo y de prelados como usted lo que es una evidencia, no sólo del fracaso de nuestra sociedad, sino del fracaso de los mismos Cielos” (transcrito sea aquí en atemperados términos calderonianos).
Veinte años después -ahora días de mentira y traición, ruptura y rendición-, ese monseñor ha sido llamado a juicio, y supongo que allí habrá habido ocasión de aclarar responsabilidades, de repartir culpas, con sus agravantes y sus eximentes, y de dictarse absoluciones, penitencias o condenas. La lástima es que nunca jamás -salvo improbable milagro- tendremos acceso al poder ejemplarizante y jurisprudencial de una sentencia en la que monseñor no estará sólo, antes bien, creo que la jerarquía de la Iglesia a la que perteneció -como avezada superviviente nadadora de (en y entre) aguas turbulentas- tendrá que asumir responsabilidades subsidiarias. Sobre todo, ante su Fundador, luego ante sus santos y mártires, e inexcusablemente ante su grey -simples buenos cristianos perplejos-. Y, un poco menos, aunque también, ante las ovejas respondonas, incómodas con cierto tipo de pastoreo, como quien esto escribe.
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