Oposiciones

24 de Julio del 2018 - Francisco J. Ruiz Urraca (La Carrera, Siero)

Que hemos dejado de creer en la educación, y más en la educación pública, es una certeza descorazonadora que es necesario proclamar antes de que alguien promulgue una ley que nos lo impida. El proceso selectivo de los profesores de Secundaria es (otra) prueba de ello. El concurso-oposición que debiera servir al noble propósito de reconocer a los mejores está contaminado por los mismos vicios que no queremos ver en nuestro sistema de instrucción pública. Cualquier institución se enorgullecería de tener entre sus filas a los más cualificados. Las consejerías de Educación de cualquiera de nuestros pequeños reinos autonómicos se dan por satisfechas con reponer efectivos ordenadamente, sirviéndose de un proceso tan grosero que lo mismo cumpliría para reubicar el excedente como técnicos de la ITV.

A principios del siglo pasado, la Institución Libre de Enseñanza (los paladines de la memoria histórica tienen un tanto olvidadas las valiosas experiencias de este excepcional movimiento de renovación pedagógica) entendió que “lo importante en todos los órdenes de la enseñanza era formar el profesorado y no elegirlo dentro de un personal que se reputa adecuado al efecto” (Giner de los Ríos en “Ensayos menores sobre educación y enseñanza”, 1927). Para Giner, como para cualquiera que piense que la educación es un motor de cambio, lo primero es cultivarse, mostrar oficio y cualidades para luego opositar, que no al contrario. Se entiende con esto que los mejores formarán en la excelencia y los peores en la mediocridad.

En otros ámbitos este principio resulta incontrovertible; pero no parece que así sea en el campo de la Educación Secundaria. Para aquellos que albergan una idea romántica de un proceso de estas características, les diré que los aspirantes acuden confusos y desorientados; nadie les ha dicho qué se espera de ellos. Llevan bajo el brazo un arsenal de intenciones y vacua palabrería que asocian con la pedagogía moderna; poco les importa si hablan de jóvenes o de longanizas. La prueba mayor consiste en presentar una programación didáctica y varias unidades de actuación que han tenido años para pulir y afinar, pero que en la mayoría de los casos exhalan un tufo de academia y “copia y pega” de internet que espanta.

Por otro lado, están los vocales de los tribunales, grupo heterogéneo de veteranos y recién ingresados que perciben de distinta forma los destellos de aptitud y capacidad. Todos ellos han sido seleccionados según dudosos criterios de paridad, acuden a regañadientes y durante tres semanas se debaten hasta la extenuación para culminar un proceso presidido por la austeridad (esto significa que deben actuar sin los medios técnicos y materiales necesarios) para reordenar una lista de interinos que, de todas formas, se va a quedar casi como está porque los que obtuvieron alguna buena nota en el pasado no tienen por qué experimentar los incómodos vaivenes de cualquier indicio de mérito detectado en el presente.

Si la NASA adoptara este peculiar protocolo, cualquier taxista con tiempo y rodaje suficiente podría llegar a cosmonauta. Con todo, no extraña que queden plazas sin cubrir y que haya tribunales que se ven en la desagradable tesitura de declarar “no aptos” a la mayoría de los aspirantes.

Para saber cuál es el perfil del profesor idóneo es necesario reflexionar seriamente sobre nuestro modelo educativo, hoy por hoy tan sujeto a condicionantes laborales, políticos e ideológicos que de hecho está prácticamente embalsamado. Mientras esto no cambie (y en España la necesidad de cambio es la evidencia de un fracaso irreparable) tendremos que apañarnos con lo que hay. Y lo que hay ya se lo he contado.

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