¿Por qué leemos?
Creo que es acertado, aun si no hay una constatación científica, absoluta, que a los lectores nos interesa más el conflicto interno de los personajes que el externo de los acontecimientos. Esa suerte de entrenamiento de la empatía que es la lectura hace que primemos la identificación de sentimientos a la moralidad de los actos. Por eso muchos de nosotros amamos en las ficciones a los antagonistas (también por no presentar éstos su punto de vista como norma universal, todo sea dicho). Y hablamos de “entrenamiento de la empatía” no sólo por nuestros intereses o nuestras afinidades como lectores, sino por la capacidad que tiene un libro para hacernos flexibles, más abiertos de mente, tolerantes e intelectualmente viajados sin necesidad de movernos.
Leer no es una obligación ética, y los actos y comportamientos de los personajes no tienen relevancia física, trascendental, contigua o casuística; el aleteo de sus palabras no produce directamente, más allá de nuestro mundo interno, un torbellino. Pero, quizá, leer no es sólo placer estético, un viaje sapiencial sin movimiento, sino un desentrañamiento psicológico y moral, un ejercicio no vinculante de ética práctica, una conversación socrática, mayéutica, con los personajes de la ficción, que son tan reales como nosotros, tan genuinamente imperfectos, tan valientes como para convertir las adversidades y sus defectos en motivos para escribir sus historias y forjar leyendas: las apasionantes limitaciones del ser humano.
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