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Dios y los cienfítificos

24 de Agosto del 2018 - José González González (Navia)

“El auténtico problema del momento actual de la Historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres.... con lo que la humanidad se ve afectada por la falta de orientación y cuyas consecuencias se ponen cada vez más de manifiesto”: Benedicto XVI. El biólogo francés Rostand, divulgador científico, comienza su libro “Ciencia falsa y falsas ciencias” con las siguientes palabras: “No hay ningún científico que a lo largo de sus Investigaciones no se haya equivocado más o menos profundamente... a partir del momento en que un hombre que goza de cierta autoridad, declara la existencia de un fenómeno ilusorio se encontrarán, otros hombres, que vuelven a descubrir este mismo fenómeno”. Y nos cuenta en primer lugar, la historia de unos “Rayos N” “descubiertos” en 1903, por el físico René Blondlot, miembro de la Academia francesa, que muchos otros colegas, también descubrieron después, y años más tarde se demostró su inexistencia. El conocido científico norteamericano Carl Sagan, astrofísico, exobiólogo (estudioso sobre la posibilidad de otros mundos habitados), colaboró con la Nasa enviando sondas, y mensajes a otros planetas (desconozco recibiese respuestas). En uno de sus libros nos relata que formando parte de un grupo internacional de sabios –término que utilizo sin reserva mental alguna, porque en su parcela de la ciencia saben lo indecible–, crearon una fórmula que les permitiría conocer el número de planetas similares al nuestro, existentes en la Vía Láctea, de la que, como todos saben, formamos parte. Resultó un fracaso porque no lograron dar valor a una de las variables que la componían.

Hace pocos días un grupo de matemáticos ingleses crean otra fórmula matemática, menos extensa pero quizás más compleja, y afirman: “No busquéis más, estamos solos en el Universo”. Tan rotunda afirmación va unida a una reprobación de científicos que sostenían lo contrario, creo que carece de trascendencia, si no se puede extrapolar esta condena a todos cuantos se conforman con un origen del Cosmos basado en el azar, la casualidad etcétera, etcétera, envuelto en millones o billones de años luz. En una de sus obras, Sagan, nos relata la formación del Universo. Partiendo del Big Bang como causa inicial (yo le llamo Génesis según Sagan). El proceso, en cuanto a metas alcanzadas, sigue un orden cronológico similar al que se describe en el Génesis Bíblico. Hay, sin embargo, “una leve diferencia”; La Biblia dice: Dijo Dios: “Haya luz” y hubo luz...”. En la versión de Sagan se considera que el Big Bang, fue una explosión “opaca”. Luego pormenoriza sobre partículas que aprenden, por azar, a procrearse, y al cabo de millones de años, aparecen seres que, bajando de los árboles, llegan a caminar erguidos, circunstancia que mutando su cerebro; les convierte en seres racionales. Considero imposible, por el principio “nihil dat quod non habet”, que, partiendo de la materia, por definición inerte, pueda transmitir algo de lo que carece: inteligencia. En la década de los años 20 del pasado siglo, Ortega y Gasset, consideraba en un capítulo titulado “Dios a la vista” de “El Espectador”, que “al abandonar el tema divino las demás actividades de la cultura, solo la religión continúa tratándolo, y todos llegan a olvidar que Dios es, también, un asunto profano”. Con tal motivo analiza el agnosticismo (la Real Academia de la Lengua nos previene que no se debe confundir con ateísmo, lo que sucede con bastante frecuencia, y por desgracia, en medios de información y algunas tribunas culturales). Destaca Ortega el sentido negativo del vocablo que significa: “el que no quiere conocer ciertas cosas”, dándose “el caso que las cosas cuya ignorancia complace al agnóstico no son cualesquiera, sino precisamente las cosas primeras y últimas: es decir, las decisivas”. El agnóstico reconoce que más allá de lo visible, tiene que haber algo que no puede ser sometido a experiencia. “En vista de lo cual vuelve la espalda al ultramundo y se desentiende de él”. Actualmente, diversas Ciencias están estudiando la Naturaleza, para aprender de ella (“el lenguaje que Dios utilizó en su obra”), remedios para curar enfermedades, resolver problemas, o zurcir los desgarros, que nuestra maltrecha sociedad presenta en su cacareado “Estado de Bienestar”: “El sabio busca la excelencia, el mediocre el bienestar”. Los resultados están a la vista. Lamentablemente, sabios como Stephen Hawkings (digno de admiración por la lucha en su enfermedad), su teísmo se ha movido en el terreno de la hipótesis: “cuando la ciencia llegue a demostrar... antes cada uno puede creer ...”. Estudioso del macrocosmos, donde las distancias se miden en parsecs, los agujeros negros fagocitan inmensas galaxias (desdiciéndose a menudo), declarándose al fin, “ateo”, que seremos invadidos por alienígenas hostiles, llamando “cuento de hadas” a la trascendencia, y “divinizando como causa creadora la fuerza de la gravedad”. Makhunov, sin embargo, afirmó ya en la primera entrevista de la que tengo constancia: El Big Bang fue el comienzo, y su desarrollo se ajustó a leyes físicas. Añadiendo: “La existencia de las Leyes, exigen un Legislador”. Me recordó a Sto. Tomás y sus cinco Vías, tan olvidadas hoy, mientras Juan Pablo insistía en su actual vigencia. Einstein dijo que “el hombre encuentra a Dios detrás de cada puerta que la ciencia abre”. Deducimos que, para el célebre físico, Dios precede al científico. Willian Daniel Philips, premio Nobel de Física en 1997, dice que cree en Dios gracias a la Ciencia, no pese a ella. Ya en el otro polo de la ciencia, en el microcosmos, en ese grandioso universo de la Metafísica, un acreditado sabio científico manifiesta: “He dedicado todo mi trabajo científico a investigar sobre la vida y no he sido capaz de definirla y menos aún saber por qué y para qué existe”. Me inclino a pensar, por ciertos datos, que halló la respuesta al fallecimiento de su esposa a la que “adoraba”. Antes, Julián Marías ya había escrito: “Nadie que haya amado puede dejar de creer en la trascendencia”. Hace años un amigo que se declaraba “no creyente” me decía a la muerte de una mujer, cuya vida había sido una constante lucha contra la adversidad (un accidente la dejó viuda muy joven con un hijo, que fallecía en otro accidente unos 20 años más tarde): “Sería terriblemente injusto que no tuviera una compensación posterior”. No sólo por el que ama, sino también por el que sufre se considera necesaria la trascendencia. El ser humano siente “sed de inmortalidad, apetito de divinidad” (Unamuno), y la única forma de apagarla es la trascendencia. Para mi es el corolario de todo el proceso anterior. Sin ella la Creación habría quedado inconclusa. Dios en su demostrada omnipotencia (“por sus frutos los conoceréis”) debía y podía terminarla. “Debuit, potuit, ergo fecit”: Debía y podía, luego lo hizo (Duns Scotto).

José González González

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