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No nos vuelvan insolidarios

31 de Agosto del 2018 - Álvaro González Morís (Gijón)

En los últimos años, uno de los temas que ha estado más de relieve en la escena política, social y económica de España es la viabilidad de nuestro actual sistema público de pensiones. El asunto, tratado hasta la saciedad desde muy diferentes puntos de vista, no es baladí, ya que de estas prestaciones públicas dependen alrededor de 9,59 millones de ciudadanos. Por esta razón, el futuro de este pilar de nuestro Estado del Bienestar ha de ser tratado desde la más estricta racionalidad de la ciencia económica, evitando intereses partidistas e ideológicos.

El actual sistema de Seguridad Social tiene su origen en la Ley de Bases de la Seguridad Social (1963) y en la Ley General de la Seguridad Social (1966), consolidando y universalizando el sistema los diferentes ejecutivos socialistas a lo largo de la década de los 80, desvinculando de esta forma el acceso a las prestaciones del Instituto Previsor de las cotizaciones sociales. Este modelo de solidaridad intergeneracional, en el que las pensiones actuales se financian con las cotizaciones sociales de los trabajadores en activo, los cuales verán recompensada esta aportación actual con una prestación futura, que será "pagada" con las aportaciones de la masa laboral que exista en ese futuro hipotético, está "haciendo aguas por todas partes".

La causa más destacable a corto plazo de la inviabilidad del sistema reside en la profunda crisis económica que España ha venido sufriendo desde el 2008, que ha deteriorado los niveles de ocupación y que ha llevado a la tasa de paro a superar el 26% de la población activa en el verano de 2013. Esta desfavorable coyuntura económica ha lastrado los ingresos de la Seguridad Social, tanto por la pérdida directa de puestos de trabajo como por la reducción de los salarios (y la consecuente reducción de la base de cotización), y por la implantación de políticas activas de empleo que congelan las bases de cotización. En esta situación de pérdida de ingresos, el sistema ha tenido que enfrentarse a un más que evidente envejecimiento de la población española, pasando de algo menos de 8,5 millones de pensionistas en 2007 a los más de 9,5 millones del año 2018. Sumado a este incremento del número de beneficiarios, cabe destacar el aumento de la pensión media en España resultado de las mejores carreras de cotización de los nuevos pensionistas, superando ligeramente la pensión media en nuestro país los 1.000 euros mensuales. Consecuencia de lo anteriormente descrito, la Seguridad Social presentó en 2017 el mayor déficit de su historia, que ronda los 18.800 millones de euros y que supone ya el 1,61% del PIB español.

En este punto, la sociedad española se encuentra frente a una disyuntiva clara y de trascendentales consecuencias. Se puede optar por una reducción progresiva de la cuantía de las prestaciones, consecuencia última del envejecimiento acuciante de la población y de la brutal caída de la población activa que se espera para las próximas décadas. En este modelo, la complementación de la pensión pública con un plan de ahorro privado será vital, dada la escasa cuantía que tendrán las pensiones. Si se opta por esta opción, la sociedad española habrá renunciado a transferir a "sus mayores" una parte importante de la riqueza nacional de ese momento, esfuerzo que sí está realizando nuestro país en la actualidad. Se habrá renunciado, irremediablemente, a la solidaridad entre generaciones propia de un Estado del siglo XXI. Esta no es la única opción que se nos presenta, ya que es posible mantener un nivel adecuado de prestaciones, que asegure un nivel de vida digna a los más mayores y que sea reflejo de la solidaridad nacional, protegiendo la seguridad económica de los ancianos, antes contribuyentes a la riqueza de su nación.

Supongamos optar por esta última, intentando mantener pensiones públicas dignas para toda la población. Siendo conscientes de la "bomba demográfica" a la que España se enfrenta, con la caída de la población activa y la consecuente reducción de la ratio de cotizantes por beneficiario del sistema, la introducción de nuevas fuentes de financiación a la Seguridad Social se erige como la única solución a la insuficiencia de ingresos para cubrir la creciente "factura" de las pensiones. Es decir, las cotizaciones sociales no serán suficientes para evitar el déficit del sistema, aun cuando la tasa de desempleo se encuentre en niveles similares a la de los países de la Eurozona. Pero ¿ha de suponer esta situación un problema insuperable? La respuesta es no.

Al fin y cabo, las pensiones públicas han surgido como canalización de la riqueza de un país en un determinado momento hacia las personas más vulnerables de la sociedad (ancianos, incapacitados, viudos/as, huérfanos...), siendo este una de los logros más destacables de las sociedades desarrolladas. Esta hazaña, lograr un desarrollo económico tan vigoroso que permita el sustento de una población inactiva en crecimiento, está ahora mismo en jaque. Recopilando y analizando las reflexiones anteriores, sería necesario la introducción de nuevos tributos, canales estos de la riqueza del país hacia esa población dependiente. Si analizamos lo que ha venido sucediendo en los países occidentales a lo largo del siglo XX, podemos concluir que los imparables incrementos de la productividad de las naciones han permitido que la producción de los territorios (el Producto Interior Bruto) haya crecido constantemente a pesar de una caída de la población "que trabaja" en relación con la población total del país. Es decir, la población dependiente (a grandes rasgos los ancianos, los incapacitados y los menores) ha aumentado notablemente con la introducción de sistemas de sustento en la vejez y educación pública y gratuita hasta los 16 años. Esta tendencia parece que continuará en el futuro, acrecentada por la digitalización y robotización de la producción de los países. En tanto que los incrementos en la eficiencia de las naciones sean superiores (o al menos iguales) a los descensos en la población activa, las prestaciones estarán aseguradas, sean cuales sean las fuentes de financiación de estas transferencias. Es decir, desde el punto de vista de la riqueza de un país, es indiferentes el porcentaje de la población que ha permitido crear esa riqueza, en tanto que esta última se incremente año tras año. El futuro que parece avecinaremos es el de países con una reducida población activa, esta a su vez muy productiva, que permita un aumento constante del Producto Interior Bruto (PIB) a pesar de que "haya menos gente trabajando". En esta situación, la única preocupación de los sistemas de pensiones será la de encontrar nuevas fuentes de ingresos, ya que la sociedad en su conjunto será más "rica" de lo que hoy es. La afirmación neoliberal de lo utópico que resulta creer en el futuro de un sistema público queda de esta manera desbaratada por completo.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, hemos de exigir a los poderes públicos que nos presenten las diferentes opciones que existen para resolver el problema de las pensiones, intentando no erigir a una de las posibilidades como la única e irremediable. La solución ha de ser, a juzgar por lo anterior, de carácter político-social y no económica, dado que la ciencia económica ya es capaz de presentar diferentes opciones a escoger estas por la autoridad competente.

Álvaro González Moris

Gijón

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