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La importancia de la etimología

4 de Septiembre del 2018 - Javier Suárez Piedralba (Piedrasblancas, Castrillón)

El otro día me dio por indagar, y gracias a Internet las indagaciones no son dolorosas ni pesadas; son cazas cortas, de un par de clics, si se confía en la fuente. El quid de la cuestión, de la exploración, de mi curiosidad, fue el uso que hacemos, filosóficamente, de determinadas palabras que refieren al sujeto. Me percaté, ahora, con el título del Grado de Filosofía ya guardado, sin nunca haberle dado mucha importancia, del uso casi matemático, aparentemente intuitivo, de determinados términos y conceptos según el área filosófica en la que nos encontremos.

Siempre digo que si algo me llevo de haber estudiado Filosofía es: cerrarse a la opinión para abrirse a la argumentación y ser [algo] puntilloso con el uso de las palabras; posos prácticos, aplicados, del café cuyo grano es rico en inteligencia lógico-matemática y en inteligencia lingüístico-verbal (las capacidades intelectuales más trabajadas en colegios e institutos; para que luego digan que la filosofía no sirve de nada). Claro está que uno no siempre acierta, por falta de conocimiento o por día espeso, o porque la verdad de la cuestión es más especulativa, contextual o circunstancial que absoluta (otra cosa que uno se lleva de haber estudiado Filosofía es pensar más en verdades que en la Verdad). A veces la argumentación se resiente por contra-argumentaciones más eficaces o por el aborrecimiento personal hacía determinados límites del estudio de la Lógica. Otras veces el sinónimo nos vale por cuestiones de estética literaria, por no repetir demasiado la misma palabra. Pero, aun así, acabas delatándote con el error o con tus propios límites, los cuales también aparecen en el lenguaje porque se dan en el pensamiento mismo.

Quienes desdeñan la importancia de la etimología, ese conocimiento nunca perfeccionado incluso por quienes alcanzan cátedras en ello, o quienes aborrecen el lenguaje hasta tal punto cotidiano que no dan valor a los matices que diferencian a los sinónimos (para muchos será lo mismo "placer" y "vicio", "felicidad" y "bienestar", "empatía" y "compasión"...), no darán relevancia alguna a lo que he advertido esta vez. Sin embargo, no deja de ser importante señalar determinados descubrimientos personales, más o menos correctos o precisos, que pueden errar en la concreción etimológica, si sirven para ampliar la conciencia de usos, rechazar las pretensiones políticas ajenas a la lógica del lenguaje y hacernos más meticulosos frente a conversaciones simples, llenas de tópicos o vacías.

Resulta que, si bien no es una ley universal, parece haber una predisposición para llamar al sujeto como persona si estamos en campos como Bioética o Ética Aplicada y como individuo si entramos en debates de Filosofía Política (en Metafísica, por ejemplo, hablamos del ser, que no es estar). Es cierto que el individuo existe en Ética tanto como la persona en la administración de las ciudades de la Política, pero con ambas no parece decirse exactamente lo mismo; razón de ser de dos palabras diferentes. Ambas, "persona" e "individuo", parecen venir, directamente, del latín.

De "persona" se derivan "personalidad", "personarse"... De "individuo" se derivan "individualizado", "individualismo"... Cuando filosóficamente hablamos de individuo y no de persona, lo hacemos porque la persona (“persona”; le ponemos [más]cara) es el sujeto con identidad propia y el individuo (“individuus”; indivisible) es el sujeto atómico, desligado del colectivo. Hay, pues, una diferencia de matices. Si en Filosofía Política se habla del individuo, se hace como concreción del sujeto en algo irreductible, ajeno a sus circunstancias concretas. Además, uno de los "paradigmas" políticos centra sus pensamientos en dicho sujeto en tanto que su pilar ideológico, el liberalismo (político o económico), descansa en el valor de la libertad y en el valor de la responsabilidad. Si se emplea la palabra "persona" en áreas como la política, sospechen de sentimentalismos, de pretensiones emotivistas, y no de análisis coherentes en favor de teorías de la autonomía o de la comunidad de amplios horizontes.

Si en Bioética se habla de la persona, se hace como ejemplificación de un sujeto con unas circunstancias; y no sólo hablaríamos de seres humanos, de hecho (ser humano persona; véanse debates y argumentaciones sobre el aborto, los animales como sujetos éticos aun si se consideran meros pacientes morales, etc.). Hay una conciencia de identidad en la que importa no sólo el individuo, sino sus contextos: mujer, hombre, anciano o anciana, niño o niña, perro querido y familiar, animal desconocido, salvar a tres niños o salvar a cinco ancianos... Aunque cabe referirse a la existencia de uno de los principios bioéticos, el principio de autonomía, donde descansa la presencia de ese derecho irreductible llamado a considerar la individualidad, que no deja de subyugar a la realidad concreta: la persona en cuestión.

Esto es lo que me llevo esta vez, otra vez: la importancia de la etimología; aun si "persona" o "individuo" tuviera connotaciones más allá, indoeuropeas, ajenas a las esgrimidas aquí por culpa del latín, o si el génesis lingüístico encontrado no fuese del todo preciso o no fuera vinculante en tanto que no es exclusivo, sino que hay una apertura a la interpretación por tiempo y confusión, por complejidad de raíces o cierta arbitrariedad. Pero lo básico desentrañado se da en el uso perpetuado, parece haber una concordancia que da sentido al uso selecto, académico. Por eso, a partir de ahora, y no de forma meramente intuitiva o por tradición de nomenclatura, cuando hable o hablen de personas pensaré en sujetos con rostros, de los que se espera una identidad concreta (un “collage” de personalidades situado en el contexto de una noticia o de un lugar), y cuando hable o hablen de individuos pensaré en sujetos indivisibles, de los que se espera la irreductibilidad (un átomo social situado en el colectivo nacional, internacional o mundial).

Javier Suárez Piedralba

Piedrasblancas, Castrillón

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