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Creo que se equivoca, señor arzobispo

10 de Septiembre del 2018 - Julio L. Bueno de las Heras

No es la primera vez que nuestro Arzobispado procede a una reorganización de parroquias, no es la primera vez que el rebaño –como rebaño que es o como el rebaño por el que es tenido– asiste, ignorado, ajeno y desconcertado, a una drástica permuta, baile o rotación de pastores. No es la primera vez que el resto de los ciudadanos se enteran de tal movida (que probablemente poco importa a los pocos que importa) por insignificantes notas de prensa –generalmente cartas como ésta– en las que algunos parroquianos, poco informados de los arcanos e intríngulis de la gestión diocesana, de las corrientes eclesiales, de los estilos, modos y maneras de los prelados y de sus respectivos consejos asesores, osamos levantar la mano para pedir la palabra fuera del guión impuesto por la preceptiva docilidad coral.

Sólo ocasionalmente estas constructivas (y respetuosas) discrepancias y quejas sirven para algo, y buena parte de ese algo suele ser contraproducente, porque ni quienes creen tener hilo directo con la Tercera Persona suelen dar sus brazos a torcer, ni quienes sienten visceral encono hacia la Santa Madre van a dejar de disfrutar tanto de sus grandes vergüenzas como de sus pequeñas pejigueras. Tampoco algunos meapilas, y no pocos aduladores, van a dejar de escandalizarse o de impostar que se escandalizan por el ruido en los bancos del fondo. Asumo esta responsabilidad, de la que ya me confesaré un día de éstos, de no ser pecado reservado precisamente a un obispo.

El caso es que hace varias semanas, y como el resto de los feligreses, me enteré de que mi párroco, el de San Pedro de los Arcos, nos dejaba. Sorpresa y tristeza, pero hasta ahí nada del otro mundo. Traslados hay en los ejércitos, en la Administración y en muchas empresas, como en la banca –que son herramientas humanas–, y las franquicias de lo trascendente, como son conventos e iglesias –bien que regentadas por hombres– no iban a ser menos. (Aun así, me permito creer que cuarteles, diócesis y conventos no se pueden llevar –no digamos gobernar– con similares parámetros, pero esto no deja de ser opinión inexperta). El caso es que como un servidor no es oveja full time –y menos oveja buena–, y como un servidor –a Dios gracias– también ha tenido la suerte de trabajar en otra empresa que –ésta sí– nos enseña a ser respondones y porfiadores (y que se gana día a día buena parte de su fortaleza en la controversia civilizada), he procurado informarme de por qué mi pastor, con una dilatada y heroica carrera misionera por esos mundos de dioses y diablos, con un corazón tan grande y tan trabajado que requiere apuntalamientos varios, y con una vocación apostólica fuera de toda mengua y multitudinariamente reconocida, decidía cambiar abruptamente de rebaño ahora, tan cerca ya de una preceptiva jubilación, más laboral que ministerial. Supuse que el alto mando eclesial iba a tratar de rentabilizar toda su capacidad, ilusión y eficacia pastoral en un último, exigente, fértil y honroso destino. Al menos así –pensé– nuestra obligada pérdida y nuestro forzado sacrificio como parroquia bien llevada iba a tener un sentido y un rédito espiritual comunitario.

Pura doctrina ecuménica.

Craso error.

Nuestro párroco había sido cesado, sin más y sin mayores explicaciones. Y con una elegancia procedimental francamente susceptible de mejora.

¡Con lo más recio y áspero del convento hemos topado, Fray Jesús! Creo que el Buen Pastor –su jefe, señor arzobispo de Oviedo– no lo habría hecho, o no lo habría hecho así, o no lo habría hecho de forma que pudiese parecer así al pueblo fiel. Y se lo digo desde aquí, y no en el confesionario, ya que usted –o quienes servicial o servilmente le filtran la información– no parece tener por hábito atender más discretamente las misivas particulares.

Después de leer lo que, reciente y magistralmente, se ha escrito en este mismo diario sobre la personalidad y servicios de D. Jorge –nuestro párroco– por Ángel de la Fuente y por Rosario Vázquez, podría haber tenido yo la tentación de hacer lo que San Buenaventura tras la lectura del Aquinate y ahorrarles este escrito. Pero creo que es obligado dar también una opinión más cortante acerca de mucho de lo que está pasando en nuestra Iglesia, por la sencilla razón de que las barcas se fortalecen más con cuñas, clavos, lija y brea que con incienso o jabón.

Resumiendo: cuando en las basílicas sólo suelen retumbar órganos de pompas y vanidades litúrgicas, aún quedan pequeñas iglesias donde quien quiera puede llegar a escuchar la palabra de su Dios. Con errores de este tipo no se extrañen ustedes –respetados y muy probablemente bienintencionados, aunque no menos probablemente errados gestores del legado evangélico– de que cada vez queden en el aprisco menos y más avejentadas, ralas y resabiadas ovejas.

(Confío en que escritos como éste no consigan, como efecto colateral indeseado, que el bueno –disciplinado, discreto y ajeno– de D. Jorge sea finalmente destinado a galeras. Como coadjutor claro. Y es que dice nuestro principal Libro de Texto que todos seremos llamados a responder de los talentos administrados).

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