El fondo estatal de inversión local
El reciente real decreto ley 9/2008, de 28 de noviembre, recoge en su primera parte la regulación del fondo que da título a este artículo, y que el Gobierno pone en marcha «como una de las diversas medidas extraordinarias de impulso a la actividad económica y al empleo». No es que la segunda parte de la citada disposición, que crea el Fondo Especial del Estado para la Dinamización de la Economía, sea irrelevante, pues tiene por objeto «mejorar la situación coyuntural de determinados sectores económicos estratégicos y acometer proyectos con alto impacto en la creación de empleo», con una dotación por importe de 3.000.000.000 de euros, pero de la lectura atenta de esa primera parte cabe hacer una profunda reflexión.
Y ello porque no parece baladí que la Administración del Estado haya cuidado con tanto celo la relación directa con los entes locales para hacerles llegar la gran cantidad de dinero que aporta el fondo, en concreto, 8.000.000.000 de euros, que vienen a «garantizar la inversión pública en el ámbito local». Además, se sirve para ello de interlocutores propios: las delegaciones del Gobierno en las comunidades autónomas –o las subdelegaciones del Gobierno donde las hubiere–, ya que serán ellas las receptoras de las solicitudes, serán también quienes verifiquen que los proyectos presentados cumplen las condiciones y requisitos establecidos en el real decreto ley, y quienes comuniquen todo lo anterior a la Secretaría de Estado de Cooperación Territorial, órgano que dictará la resolución de autorización para la financiación de los proyectos.
Fuere con intención o por casualidad –deba pensarse lo primero–, es la primera vez desde que se ha iniciado el proceso autonómico que el Estado desembarca como tal, a lo largo y ancho de todo su territorio, dejando de lado a las administraciones autonómicas, que en el actual proceso arrollador de descentralización han tendido a acapararlo todo.
Quizá la lectura rápida de lo anterior pueda dar a entender la defensa de un rancio centralismo, pero nada está más lejos de ello, al contrario, abanderando el Estado de las autonomías lo que se defiende es un proceso «racional» de descentralización, entendiendo por ello que una competencia o servicio no siempre está mejor prestada por encontrarse en manos de las comunidades autónomas, empecinadas en ese afán competitivo de almacenar más competencias y, por supuesto, su consecuencia directa: más dinero.
Tampoco se dice con ello lo contrario, sólo se apunta que si en este real decreto ley se ha establecido un criterio igual para todos –en este caso concreto, «de manera proporcional a las cifras de población correspondientes a cada municipio»–, por qué no buscar, tras un análisis profundo y sosegado, el establecimiento de criterios para la mayor eficacia en la prestación de servicios al ciudadano, que son en lo que se transforman al final las competencias, y ello con independencia de quien sea su titular.
La reflexión que se pretendía al principio no es otra que poner de manifiesto que el Estado se ha dirigido «al conjunto» de las entidades locales. En este caso, dadas las circunstancias, en un marco de unilateralidad, pero destinado, como ya se ha dicho, a todos y cada uno de los ayuntamientos, pues no nos imaginamos el disparate de pactos bilaterales con cada uno de los ellos. De este modo, tras el hito que supone este real decreto ley, quizá deba replantearse el sistema bilateral llevado a cabo en el proceso competencial autonómico, cuyas repercusiones empiezan a aflorar.
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