Calles peatonales
Los intentos de estos últimos años de cambiar la fisonomía de las ciudades han acarreado situaciones muy incómodas. Y quiero referirme en particular a la peatonalización de las calles.
Son muchas las ciudades que últimamente han modificado la vía pública acometiendo obras en muchos lugares para favorecer la afluencia de peatones. Esto ha proliferado en las zonas céntricas urbanas, aquéllas donde se ubican cadenas comerciales que como aluvión llegan de otros sitios de España y el extranjero. Hasta aquí todo correcto: el problema empieza con los accesos de vehículos a los garajes.
Hay circunstancias criticas, donde el flujo de peatones es descontrolado: ir y venir de transeúntes del trabajo a casa, el ocio de las compras, los veladores de bares y restaurantes, el juego de niños al aire libre, así como peatones de movilidad reducida. Añado el riesgo innegable de que al final de una calle peatonal que desemboque en una avenida abierta al tráfico los transeúntes se incorporan por la izquierda y la derecha de la acera sin posibilidad de que los vehículos provenientes de los garajes les vean venir. También ocurre que el conductor que sale a la avenida no tiene total visibilidad de los vehículos que llegan por la avenida. Además, la existencia de un bolardo al término de esa calle pone al conductor en situaciones comprometidas.
Y si hablamos de los peatones que se paran en la vía pública con sus teléfonos móviles a hablar o a enviar mensajes, entonces la circunstancia es irritante. Ahí muchos conductores se preguntan si les deben advertir con el claxon.
Por otro lado, y es contradictorio, me ha llamado la atención que en algunas de estas nuevas calles peatonales se marca con los adoquines una distinción entre la acera y la calzada. De esta manera los ayuntamientos deparan entre los ciudadanos una ambigüedad en tanto a que no se ha abandonado la idea de que el peatón debe transitar por los extremos derecho e izquierdo de las calles.
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