La chica que no sabía comer percebes
Estos días de tanto sol, este calor, estos octubres sin nubes, tanta luz; no hay momento mejor para comer percebes en una terraza de un puerto pesquero. Eso debió de pensar una mujer joven, sola, sentada casi enfrente de nuestra mesa, que acabábamos de ocupar. En la suya sólo había una copa de vino blanco, frío, como debe estar el vino blanco, y un ordenador portátil que la ocupaba a ratos y a ratos ignoraba, para observar el entorno.
¿Bella?, era joven y bella, era sobre todo apacible, probablemente dulce. Se quedó mirando los percebes que le acababan de servir y no intentó tocar nada; esperó a ver pasar de nuevo al camarero y le llamó: “Por favor, ¿cómo se comen?”. El camarero vestía guantes blancos y no pudo hacerle una demostración pero le explicó cómo abrirlos. No pareció suficiente, así que una mujer de una mesa de al lado de la nuestra se levantó: “¿Me permite ayudarla?”. Tomó uno en sus manos y lo abrió: “procure abrirlo hacia abajo, si no se pondrá perdida”. La chica le sonrió agradecida. Casi al momento, de una mesa compartida por cuatro personas, se levantó un hombre y se dirigió a la joven añadiéndole algo sobre la mejor manera de manejar los percebes, después de preguntarle si aceptaba su consejo. Ella se mostró agradecida y poco a poco fue abriendo y consumiendo los percebes. A continuación pidió zamburiñas, con las que no tuvo problemas. Y, por supuesto, se bebió la copa de vino muy fresco. Disfrutó e hizo disfrutar al resto de los clientes, fueron unos percebes compartidos. Estos otoños nuestros tienen estas cosas: un mediodía templado, un puerto pesquero, una terraza de un bar y mucha luz; parte de esta luz procede de un sol divino y la otra parte, la mayor, de una apacible joven que no sabía abrir percebes. Cudillero.
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