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Adhesión a S. M. Felipe VI

18 de Octubre del 2018 - José María Casielles Aguadé

Mi respeto, estima y adhesión a la Corona de España no son de ayer; están largamente vinculadas a mis ascendientes, y se remontan –cuando menos– a la guerra de Cuba, y a mi bisabuelo catalán, enterrado en el cementerio de Cienfuegos.

Cuando hoy asistimos al continuo disparate del separatismo republicano, por una parte del pueblo de Cataluña, es oportuno recordar que la rebelión independentista cubana, desarrollada en la segunda mitad del siglo XIX, fue descaradamente propiciada y alentada por los EE UU, y consumada en 1898, bajo la presidencia de Mckinley. A estos efectos sirvió de inaceptable excusa un incidente –obviamente provocado– el hundimiento del acorazado “Maine” en el puerto de La Habana como consecuencia de una explosión interna en las carboneras del barco y no por una carga adosada por los españoles al casco del buque, como proclamaron entonces los manipulados medios de prensa americanos, y muy posteriormente desmintió el prestigioso almirante y científico norteamericano Rickover con un riguroso informe técnico. La consecuencia de esta impresentable guerra, en la que –entre otros– falleció el asturiano capitán de navío Villaamil, tras abandonar su escaño en las Cortes españolas para incorporarse a la escuadra del almirante Cervera fue la pérdida del ya reducido imperio español: Cuba, Puerto Rico, Marianas y Carolina, que pasaron a servir de bases de la Navy, según el cínico cálculo previo del astuto capitán Mahan que vislumbró un momento particularmente difícil para España, enzarzada en las guerras carlistas. El fue quien convenció a Mackinley.

Bien está saber, aunque sea tarde, que en la guerra de Cuba participaron heroicamente los batallones de voluntarios catalanes –Puigdemont no lo sabe– que sufragaron sus propios uniformes y armamento para contribuir a defender a España, y se asentaron en diversas ciudades cubanas: La Habana, Matanzas, Santiago, Cienfuegos y otras, aportando casi el triple de efectivos humanos, que los que disponían la Armada y el Ejército juntos.

En otro plano bien distinto, el de mi actividad como senador “electo” del Reino de España por Asturias, en la tercera legislatura de las Cortes, presenté a mi grupo una moción para el desarrollo de las atribuciones de la Corona, contempladas en la Constitución vigente de 1978. El portavoz del grupo parlamentario y la secretaria (ya fallecida) del mismo aceptaron complacidos la iniciativa de la que decidieron apropiarse, y corrieron a personarse en el palacio de la Zarzuela para consultar con la Casa del Rey. La gestión fue tan apresurada como desafortunada y no tuve la menor explicación sobre la misma.

Hoy, hechos tan inauditos y deplorables, como las injurias públicas a imágenes del Rey y a la bandera de España, así como la esperpéntica reprobación (*) a S. M. Felipe VI por el “parlament” catalán, me confirman que aquella iniciativa era necesaria, y sigue siéndolo treinta años después; hoy para don Felipe, y mañana para doña Leonor.

La figura de S. M. el Rey, y las atribuciones de la Corona, pueden y deben ser reforzadas por el simple desarrollo de la adecuada legislación que complemente el texto constitucional, sin necesidad de reformarlo. Texto, cuyo juramento ha de ser “rigurosa y textualmente exigido” a políticos y funcionarios de todo nivel, en acto previo a la toma de posesión de sus cargos. Este juramento, ya ineludible, “y según estricta fórmula legal”, corregiría gravísimos e intolerables desacatos que nos abochornan a la mayoría de los españoles, indignados con la frívola tolerancia de Bruselas y Estrasburgo ante estos comportamientos.

(*) Reprobar: Condenar, maldecir, proscribir.

José María Casielles Aguadé

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