La muerte
Que es final del camino, de nuestra trayectoria humana, se hace actualidad el 1 de noviembre, Día de los Difuntos, de cuantos nos han precedido en ese viaje sin retorno en el tren de la vida, en el que cada año es una estación de ese viaje humano. Que solemos hacer nosotros tan difícil y complicado, tan falto de convivencia y solidaridad. Luto y recuerdos dolorosos ese día, flores y coronas sobre las tumbas en las que reposan los que nos han precedido en la andadura humana: padres, tíos, hermanos, amigos... Todos ellos cobran vida ese día, una vida recordativa, muy querida y entrañable.
La muerte no tiene por qué aterrarnos, ya que es parte y consecuencia de nuestra vida, y con nosotros viaja también en su tren. Y con ella debemos de familiarizarnos, tenerla presente siempre, para que no nos sorprenda cuando nos salga al final del camino. Uno así lo ha hecho ya desde su adolescencia, estudiando a Shakespeare, que dejó escrito en su "Hamlet" eso de que el mismo día que nacemos comenzamos a morir. Por eso no me aterrorizó la muerte cuando la tuve tan cerca, pisándome los talones, en nuestra guerra fratricida, en ambos bandos contendientes, y después en mi vida montañera y alpina. Asumida la tengo, sin dramatismo alguno, porque ella es mi compañera de viaje en el tren de la vida hasta su estación terminal.
Considero obligado recordar este día a Jorge Manrique en sus versos dedicados a la muerte de su padre, Gran Maestro de Santiago: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte, / tan callando...”. Sí, y tan silenciosa, tan inesperada, tan sorprendente, por no estar familiarizado con ella. Y también de Manrique es aquello de “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / que es el morir...”.
Que el mar del estimado lector esté, por lo menos, tan lejano como el de uno, cuya vida en ese tren sin retorno ha rebasado ya la estación 99. Y para todos, amigos, un feliz viaje en el tren de la vida.
Ricardo Luis Arias
Aller
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