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Reflexión invisible

6 de Noviembre del 2018 - Angel Lopez Castrillon (Avilés)

Este fin de semana he estado en Madrid, no hacía mucho que había estado allí pero esta vez fuimos a un evento concreto y el resto del tiempo lo dedicamos a callejear por el centro sin pretender visitar tal o cuál edificio o museo, etc. y esto me permitió pararme a ver las cosas que siempre están ahí y que ya vi en otras ocasiones pero sin querer verlas o con demasiada prisa para pararme a mirar. Quizás me esté haciendo viejo pero me he agobiado muchísimo, el centro de Madrid se ha convertido (al igual que otras grandes capitales europeas o mundiales) en un parque temático repleto de turistas montados en autobuses sin techo o ridículos artilugios llenos de publicidad de éste o aquél espectáculo flamenco o restaurantes con jamón del bueno. Por las aceras es imposible pasear sin sentirse arrastrado por la marabunta de japoneses, italianos, yanquis o gente "de provincias" como nosotros mismos que hacemos el tour de las franquicias que ahoran ocupan edificios emblemáticos de la capital, esperando estoicamente en colas interminables a que estresados dependientes siempre mal pagados nos cobren.

Luego hay toda una serie de personajes que forman parte del paisaje urbano bastante deprimentes, que te abordan en forma de promotores de restaurantes, gitanas con ramos de laurel, o bajo tristes disfraces de personajes de animación en la Puerta del Sol. Pero por encima de esto, esta vez me he fijado en esos personajes casi invisibles que abundan por las aceras, portales, entradas de locales cerrados o cualquier recoveco del mobiliario urbano, los sin techo. Los he visto en varias versiones, cubiertos de cartones asomando tan sólo sus pies en un lateral del Teatro Real, sobre un colchón mugriento con su tetrabrik de vino a las puertas del Museo del jamón en Sol, uno tumbado sobre la acera sorteado y casi pisoteado por los transeúntes en Canalejas, o en un cajero con mantas al lado del Wizink Center, y me han llamado la atención porque en una ciudad pequeña y provinciana como la mía ya casi no estamos acostumbrados a verlo, y esta vez me han hecho sentir mal, muy mal, quizás sea porque como he dicho, me esté haciendo mayor o porque este fin de semana tenía la moral algo tocada por un alto nivel de estrés acumulado y poco oportuno, pero me han hecho pensar y autoevaluarme como padre y como persona y no salgo (no salimos la mayoría) muy bien parado. ¿Es buen padre el que ve todo esto junto a sus hijas y decide ignorarlo y no comparte con ellas su opinión o sus reflexiones de todo lo que ven a su alrededor? Hoy en día podemos pagar 60 euros por una entrada a un concierto, 2 por cada 33cl de agua en el recinto, gastos de hotel, de viaje, gastos en comer todo tipo de comida basura, en comprar imanes para la nevera... y cuánto he dado en total a el conjunto de esa gente invisible que malvive en la calle? ¿la calderilla que manoseaba en mi bolsillo mientras observaba a alguno de ellos? Pues no, ni siquiera eso. Y la pregunta es... ¿Por qué no? ¿Por qué no di a ninguno de ellos ni unos miserables céntimos después de haber gastado mucho más en cualquier estupidez? Lo triste es que no sé qué responder, supongo que soy una pieza fallida más de esta sociedad egoísta y carente de toda empatía que estamos creando. Todos podemos dar al prójimo más de lo que damos por jodidos que estemos, no hay excusa, y no me refiero sólo al dinero. Algunos por suerte no dormimos en las calles pero notamos que nuestra vida social y el calor y las llamadas de nuestros amigos se desvanecen más y más a medida de que nuestros problemas laborales o económicos crecen. Al final, todo es en base a lo mismo, a no querer ver lo incómodo, y poco a poco las calles, las casas, los centros de trabajo, las reuniones de amigos, estarán divididas entre quienes tienen algo de que hablar entre ellos por su buena condición social o económica, y los otros, los invisibles, los que incomodan porque no sabes de qué hablar con ellos ni cómo ayudarles. Mejor nos comunicamos con los nuestros, con los que viajan a los mismos sitios y comen en los mismos restaurantes y no se quejan ni corremos el riesgo de que si les preguntamos ¿cómo estás?, nos contesten que regular o mal... qué incomodidad, mejor paso.

Y si, lo digo yo, el que se queja aquí y ahora de esto en lo que nos estamos convirtiendo y sin embargo no soltó ni un céntimo a un indigente. Yo formo parte de esto también, y también he fallado, soy consciente de ello.

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