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Día Internacional de la Filosofía

20 de Noviembre del 2018 - Sara Martínez Varela (Castrillón)

Mi vida no tendría sentido si no intentase buscarle uno a todo, incluso asumiendo que algunas cosas carecen de él. Si no filosofase (por llamarlo de alguna manera), me levantaría con la mente en blanco y me limitaría a hacer cosas por hacer, sin ninguna intención más allá de la de ser productiva. Pero, ¿productiva para qué? ¿Qué es la productividad? ¿Consiste, acaso, en memorizar muchas páginas del libro de lengua para poder escupirlas con facilidad al día siguiente en un folio en blanco? ¿Es eso productivo? Estoy segura de que, dicho así, a nadie le parecería un comportamiento correcto, ni siquiera a las personas que van a estudiar una ingeniería y dicen que la filosofía no sirve para nada. De esta forma, el arte de cuestionarse las cosas, de llegar a encontrarle un sentido (aunque sea personal) a todo, es necesario.

Además, si filosofar fuese algo reconocidamente útil, algo que no se nos quisiese hacer perder a lo largo de nuestra vida, este tipo de situaciones no serían tan comunes:

-Profesora, entiendo para qué me serviría saber sumar, multiplicar... Y sé resolver todas las ecuaciones, pero hay algo que no entiendo: ¿qué es un número?

-¿Como que qué es un número? ¿Tú eres tonto?

Desde mi punto de vista, esa niña, o ese niño, que quiere ir más allá, que se interesa por lo que nadie se pregunta... es el más inteligente de todos, aunque nos hagan creer todo lo contrario. De este modo, la persona que ha hecho esa pregunta, sentirá vergüenza ante la respuesta de la maestra, sus compañeros se reirán de él y, en el mejor de los casos, intentará cuestionarse cosas similares, pero obtendrá las mismas respuestas y dejará de hacerlo. Si tenemos mucha esperanza, podríamos pensar que el alumno seguirá filosofando, pero hacia sus adentros y sin compartirlo con nadie, porque lo tratan de loco (como si estar loco fuese malo). Y se cansará. Llegará un momento en el que se desesperará, porque si tienes una opinión que desea ser rebatida, pero nadie con quién mantener una conversación sobre ello, todos tus intereses se esfuman, terminas diciéndote que "menuda tontería era aquello", "no sé ni para qué se me ocurren estas estupideces"... Y vuelves a la simpleza de las matemáticas, al aburrimiento de la memorización, a la insulsa técnica de regurgitación en los exámenes. Se ha perdido una filósofa.

La filosofía es un arte, al igual que casi todo en esta vida, y nos lleva a pensar en lo que dijo en su día Picasso: todas las niñas (y todos las niños) nacen artistas, lo difícil es seguir siéndolo cuando creces. Todos los niños (y todas las niñas) nacen con ganas de filosofar; con ganas de descubrir por qué pasan las cosas, ganas de estrujarse el cerebro hasta, posiblemente, no llegar a ninguna conclusión, pero sintiéndose satisfechas y satisfechos, porque de verdad están haciendo algo. Yo he tenido suerte: de momento no se ha perdido mi filósofa interior, tampoco mi artista, aunque he de decir que muchas veces ha estado a punto de suicidarse. Estos dos mundos, seres, almas, pensamientos... han estado a punto de beber cicuta y de clavarse un pincel en la mismísima yugular, simplemente por el hecho de que no las dejaban existir: querían corromperlas. Han llegado incluso a golpearme con exámenes, a hacerme comer deberes de matemáticas y de sintaxis, sabiendo que iba a olvidarme de todo aquello en los días siguientes. Sin embargo, he tenido suerte y la sigo teniendo. Tengo suerte porque entre ejercicio y ejercicio, me pregunto a escondidas si lo que estoy haciendo está bien, si el sistema educativo quiere sacar lo mejor de nosotros o si, simplemente, nos está secuestrando con el fin de borrarnos la mente y alistarnos en su ejército, un ejército en el que no existe la filosofía.

Cuento todo esto por una razón: he llegado a presenciar el secuestro de un filósofo. Sé que suena raro, pero es completamente real. Ocurrió el año pasado, más o menos por estas fechas. Yo conocía a mi vecino Carlos desde que éramos pequeños y siempre me había parecido una gran persona y alguien quien podías hablar de todo, pero siempre había estado en peligro, pues sus padres habían dejado de ser artistas hacía unos cuantos siglos y tampoco filosofaban ya. A pesar de esto, yo siempre había tenido esperanzas en él, aunque no tardó en cambiar: hablaba menos, salía menos a la calle, ya no viajaba, no intentaba conocer gente nueva ni vivir nuevas emociones; simplemente se conformaba con memorizar y escupir la información en los exámenes, con ver la televisión y concentrarse en sacar buenas notas para poder estudiar la cerrera que su padre consideraba más eficiente. Yo intenté salvarlo: lo arrastraba fuera de casa, le preguntaba si de verdad estaba bien, si no se aburría, si le gustaba lo que estaba haciendo, pero fue en vano. Un día dejé de verlo. Creo que se fue a estudiar fuera y que se marchó con cara de amargura, como si todo le diese igual y simplemente se limitase a pasar. No tardé en poner un cartel en la puerta de su casa, para que todo el barrio se diese cuenta de lo que había pasado: "se ha perdido un filósofo".

Una mujer con un bebé gritó cuando lo vio por primera vez; hacía mucho que no se perdían filósofos en nuestro barrio. Sin embargo, cada día es un problema más real. Lo veo cuando camino por los pasillos del instituto, cuando conozco a alguien nuevo y veo que está vacío, que no tiene ganas de pensar porque no le han enseñado a hacerlo bien, a disfrutar de ello. Esto es un llamamiento. Nos estamos perdiendo.

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