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Escupitajo verosímil

23 de Noviembre del 2018 - Darío Martínez Rodríguez (Pola de Siero)

No podemos saber si es verdad o mentira. El supuesto gesto de impotencia infantil, absurdo en una persona que se tiene por adulta, es sospechoso de ser creíble, al menos resulta verosímil al escuchar al ministro de Exteriores, señor Borrell.

En el Parlamento español, sede supuestamente de una deliberación atiborrada de argumentos, de ideas paridas con un brillo tal que permitan dar cuenta de nuestros problemas políticos, se nos ofrecen escupitajos o puestas en escena teatralizadas hasta el sinsentido, es decir, ni tan siquiera opiniones vagas cuajadas de creencias e imaginación, ocurrencias persuasivas e ineficaces, o simplemente bravatas sin recorrido e imposibles por utópicas o inmaduras. Hoy hemos llegado a gestos groseros, de ínfimo grado de respeto, descorteses, mal educados. De este modo el hacer político, aspirante a lo justo, al buen orden del Estado, se diluye en banalidades derivadas de enfrentamientos personales que nada tienen que ver con el interés común.

Pero la pregunta es la siguiente: ¿por qué esta situación de desprestigio generalizado? Lanzo la siguiente hipótesis, puede también ser entendida como verosímil. Los diputados que ocupan la totalidad del arco parlamentario a nivel ético no son iguales, sus discursos no están presididos por la igualdad en la palabra, fundamento clave para los padres de la democracia en la antigua Atenas. Esto sucede porque ciertos representantes políticos sólo ven en todo lo que ellos identifican como español una mediocre y antidemocrática manifestación franquista que, como tal, ha de ser tratada con el más absoluto desprecio. Lógicamente, en esta situación de desigualdad ellos se tienen, dada su autoestima elevada y un análisis ideológico simple que distorsiona la realidad, por superiores. Despersonalizar al otro, eliminarle todo atisbo de dignidad, les habilita a conductas ajenas al buen hacer que se ha de suponer en el ejercicio de la política. A esto se le llama prejuicio y da lugar a opiniones carentes de rigor que pueden habilitar al que se las cree a actuar violentamente. En definitiva, ese gesto, de ser cierto, es un síntoma de ira, de rabia, de sentimientos primitivos ajenos al saber con sentido.

Por desgracia, parece ser el momento del adiós a la razón.

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