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La evolución de la humanidad

3 de Diciembre del 2018 - José María Casielles Aguadé

Sin ninguna duda, una de las fases más impactantes de mi formación científica la ha marcado el paso por la asignatura de Paleontología, en la Facultad de Ciencias Geológicas de Oviedo, donde tuve ocasión de mantener privilegiado trato con dos extraordinarios catedráticos de aquella materia, los doctores don Miguel Crusafont Pairó –director del Museo del Hombre de Sabadell– y don Jaime Truyols Santoja, otro brillante y entrañable científico, del que posteriormente fui profesor adjunto, antes de obtener mi cátedra de Ciencias Experimentales.

Con independencia del interés de otros temas específicos, quedé fascinado por los conocimientos de estos dos sabios sobre la apasionante cuestión de la evolución de la humanidad, que obviamente nos interesa a todos. Sin entrar en precisiones académicas que resultarían improcedentes en un artículo de información pública, me parece oportuno divulgar algunos aspectos trascendentes de este tema.

Está generalmente admitido que la humanidad nació en África, desarrolló en principio una vida arborícola y esencialmente vegetariana que evolucionó progresivamente con el descenso a la sabana o pradera tropical, y la mejora del bipedismo. Posteriormente tuvo lugar un episodio importante, que determinó la repartición de tareas: el hombre, siguiendo el ejemplo de otros animales, se hizo carnívoro y cazador, y la mujer se ocupó preferentemente en misiones recolectoras de frutos y semillas, una tarea menos azarosa que la caza. Ambas ocupaciones contribuían a la dispersión de los seres humanos en la búsqueda de alimento para la familia, pues la caza era siempre huidiza y la recolección de productos vegetales se ha de extender por agotamiento, obligando a buscarlos más lejos.

En un momento dado se produce un cambio crítico para la humanidad: los animales de consumo preferente son domesticados y los vegetales de mayor interés se cultivan. Consecuentemente, surgen la ganadería y la agricultura, que permiten la “fijación” de los seres humanos en la proximidad de sus recursos habituales. Estos dos cambios críticos determinan un tercero: la población, antes dispersa, se aglutina en un entorno próximo que ofrece mayores oportunidades para intercambiar ideas, palabras y tareas. Esto significa el progresivo nacimiento de agrupaciones urbanas, de la cultura y de la civilización, que conlleva también la división del trabajo y la especialización laboral; es decir, un paso de “integración” formidable que, ¡atención!, debe hacernos meditar, porque es evidentemente “progresivo” y contrasta con otras variaciones o maniobras “dispersivas” que incluso se plantean hoy, como el independentismo, el localismo y la vuelta a formas dialectales arcaicas, netamente “regresivas”. Los cambios “progresivos” conducen a lo que los paleontólogos llamamos “ortogénesis” (evolución positiva). Las variaciones “regresivas” las conocemos como “clinogénesis” (evolución negativa, desviada o decadente). Todos estos desarrollos adaptativos van paralelamente acompañados de cambios biológicos, especialmente anatómicos y neuronales, con mejora de la capacidad craneal, que llega a alcanzar los mil cuatrocientos centímetros cúbicos, la telencefalización del cerebelo, conexiones sinápticas (entre las neuronas) y que, en resumen, se traducen en el mejor funcionamiento de la inteligencia y la memoria.

Está perfectamente claro que en una nueva etapa de progreso la pesca oceánica o de altura tenderá a convertirse en “acuicultura”, al mejorar el conocimiento de las complejas formas larvarias de algunos animales marinos y poder cultivarlos en grandes estanques costeros. Precisamente en estas fechas se ha conseguido obtener en España cultivos de pulpos en centros de investigación pesquera de Galicia y Canarias. En estos campos de investigación son verdaderamente notorios los equipos científicos españoles y japoneses.

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