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El Diluvio Universal y su repercusión en la Geología

26 de Abril del 2010 - Manuel Gutiérrez Claverol (Oviedo)

«Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la Tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la Tierra morirá» (Génesis 6:19). Con este amago de hecatombe, las Sagradas Escrituras recogen el anuncio del Diluvio Universal.

La tradición bíblica ha jugado un papel trascendental en el desarrollo de las ideas sobre el progreso de los conocimientos paleontológicos y sobre la extinción de las especies. Efectivamente, las exégesis acerca del Diluvio han determinado las concepciones sociales, morales y religiosas de las culturas occidentales, constituyendo un referente dogmático. La presencia de fósiles con apariencia marina en rocas situadas en la cima de las montañas fue esgrimida como una prueba de haber estado bajo el agua y, por consiguiente, cubiertas por el Diluvio. La interpretación literal de los textos diluviales persistió durante muchos siglos, retardando el nacimiento de las ciencias geológicas.

Siguiendo al geólogo francés Ellenbarger, en su libro Histoire de la Géologie. Des Anciens à la première moitié du XVIIe siècle (1988) subraya la siguiente opinión: «Los verdaderos progresos han sido siempre debidos a hombres libres, que se rebelaron contra la prisión amable de los consensos ya establecidos, consagrados, con frecuencia por los venerables […]. Con excesiva frecuencia se ha visto en ello el resultado de la represión de la Iglesia y de su enorme poder para dominar el pensamiento».

Los filósofos presocráticos (entre ellos, Pitágoras, Herodoto o Jenofonte) llegaron a interpretar correctamente el origen de las conchas y peces fósiles encontrados en tierra firme, estimándolos como vestigios de invasiones del mar acaecidas en diferentes momentos. Incluso, Estrabón rebate la creencia popular egipcia de que los fósiles del grupo de los nummulites (nummulus, pequeña moneda), del Cenozoico (65-40 millones de años antes del presente), eran los restos de la comida de los constructores de las pirámides. Hasta el Renacimiento, la preocupación de los protogeólogos se limitaba a cavilar sobre el significado de los fósiles, formación de las montañas y la distribución de tierras y océanos.

El hecho de que los textos sagrados no contengan alusión alguna a los fósiles, abrió una ventana a la cultura cristiana para poder debatir, con una cierta libertad, qué representaban estos restos, centrándose las creencias en que se trataba de pistas o señales confirmatorias del Diluvio («Teoría Diluvista»). Los Padres de la Iglesia, a pesar de su tradicional raíz intolerante, no salen mal parados en esta discusión e incluso alguno de los grandiosos pensadores, como San Agustín, alcanzan una notable altura intelectual, siempre dentro de su ortodoxia impregnada de cultura apologética; su firme convicción del Diluvio le fuerza a considerar los fósiles como evidencias de seres petrificados, un positivo aldabonazo al desarrollo de las ciencias. Un discípulo de éste, Paulo Orosio, formula en su Historiarum reflexiones tales como: «…las interpretaciones de las piedras que, en las montañas alejadas [de los mares], están cuajadas de conchas y de ostras frecuentemente excavadas por el agua», que demuestran su predisposición para valorar argumentos anteriores; a este teólogo se le ha considerado responsable de incorporar definitivamente al pensamiento religioso la universalidad del Diluvio, relacionándolo con los fósiles que aparecen distantes del litoral.

La teoría diluvial supuso un refuerzo importante a la génesis biológica de los fósiles y una prueba definitiva contra su origen mineral o «caprichos de la naturaleza» como se les calificaba (la vis plastica); no obstante, el conjeturar que todos esos rastros se habían formado al mismo tiempo representó un fuerte impedimento para la interpretación de las edades de los diferentes niveles estratigráficos. Rememorando a Liñán Guijarro en su discurso de ingreso, como Académico Numerario, en la Real Academia de Ciencias de Zaragoza, expresa que esta teoría implicó «el inicio del absurdo sometimiento de las observaciones geológicas al relato bíblico que condicionaría el tardío despegue de la geología como ciencia».

En el siglo XIII, el preclaro filósofo y teólogo alemán Alberto Magno (Doctor universalis) defiende que «solamente la experiencia produce la certeza» y en sus escritos trata de los cambios habidos en la tierra y el mar poniendo en duda la generalidad del Diluvio: «Hay tierras que antiguamente estaban recubiertas de aguas dulces o por el mar, y que hoy están en seco; otras por el contrario, que estaban en tierra firme están ahora sumergidas… El mar no cubrió nunca la Tierra por completo…». No llega a rechazar la leyenda recogida en la Biblia, pero implícitamente la relaciona con un milagro, es decir, apartada del campo de las especulaciones racionales.

Por su parte, el polifacético florentino Leonardo da Vinci abogó porque los fósiles eran restos petrificados de organismos vivientes antiguos, pero sin relacionarlos con el Diluvio. Pensaba que las actuales tierras firmes habían sido inundadas repetidamente en épocas pretéritas por el mar y cuando se retiraban las aguas endurecía paulatinamente la capa de sedimentos depositada en su fondo, hasta convertirse en piedra; las conchas de los moluscos se llenaban de fango que asimismo litificaba con posterioridad.

La existencia de grandes catástrofes orgánicas formaría, con el transcurrir del tiempo –junto con la deformación de los estratos (mediante pliegues y fallas) y el plutonismo–, uno de los pilares de la «Teoría Catastrofista» de George Cuvier, la cual no concibe la evolución geológica de la Tierra como cambios graduales, sino mediante transformaciones repentinas y violentas, esto es, a golpe de cataclismos. En el tránsito del siglo XVIII al XIX, Cuvier interpretó adecuadamente que los fósiles procedían de organismos de épocas diferentes a los actuales; en su teoría enfatizaba que a lo largo del devenir terráqueo se sucedieron varios eventos que extinguieron la flora y fauna existentes, dando lugar seguidamente a la aparición de otras especies nuevas, haciendo del prodigio una palanca esencial de la naturaleza. Sin embargo, sorprende que este autor no reparase en que, cuanta más edad tenía un fósil, más se diferenciaba de las formas actuales, y el que centrase la mayor parte de su argumentación en recurrir a «diluvios imaginarios» para explicar la desaparición de especies (obviamente, algún hecho destructivo súbito sí justifica, por ejemplo, la extinción de los dinosaurios), utilizando razonamientos básicos muy alejados del concepto evolutivo de Lamarck o Darwin.

El confusionismo creado en torno a los fósiles y al Diluvio fue tal que, aún en pleno siglo XVIII, el prestigioso Voltaire –figura relevante de la Ilustración francesa, que no admitía la interpretación diluvial–, para justificar la presencia de caparazones fósiles en zonas alejadas del medio marino, escribía en su Diccionario filosófico explicaciones tan «peregrinas» como que los «cruzados o peregrinos hubiesen tirado moluscos de los que tenían entre sus provisiones para su viaje». La mitología sobre un diluvio se generaliza por todas las culturas (azteca, rusa, celta, hindú, china, griega, etc.) ofreciendo versiones diferentes; destaquemos, por su proximidad, las leyendas de los antiguos pobladores de Canarias, ya que los aborígenes grancanarios sostenían que el Diluvio era una maldición de brujos tinerfeños para ahogar a Gran Canaria en las profundidades del Atlántico, mientras ellos se refugiaban en el alto del Teide.

No obstante, las tradiciones históricas constituyen una buena referencia para conocer lugares y cronologías sobre el Diluvio. De ellas se deduce que sucedió hace unos cuatro mil años (la epopeya sumeria de Gilgamesh, que ya se refiere a un diluvio, data de la primera mitad del II milenio a. de C.). Se alude también a que el arca de Noé se posó sobre el monte Ararat (elevación que, con más de cinco mil metros, representa la cima de la actual Turquía); algunos hallazgos de restos de madera en las estribaciones de este volcán inactivo desataron la imaginación de las gentes piadosas pensando que procedían del arca, sin embargo esta posibilidad fue refutada científicamente por dataciones efectuadas con el método de carbono 14.

A pesar de que la Geología descarta una inundación a escala mundial, algunas hipótesis apoyan la posibilidad de que en alguna etapa de la existencia del ser humano sucedió un desastre natural –asociado a una colosal avenida– en una zona geográfica específica, pudiendo derivar de ello las narraciones diluviales. En 1997, los profesores de la Universidad Columbia William Ryan y Walter Pitman publicaron pruebas de que hace alrededor de 5.600 años aconteció un desbordamiento masivo en el Mar Negro por aguas procedentes del Mar Mediterráneo, al rebasar éste el umbral del estrecho de Bósforo (en las proximidades donde hoy se encuentra Estambul). Antes de ese tiempo, tuvo lugar una etapa climática de enfriamiento y de aridez en el sur de Europa que provocó el descenso del nivel del Mar Negro, convirtiéndose en un gran lago de agua dulce.

Investigaciones realizadas durante el lapso 2005-09 en este enclave geográfico –bajo patrocinio de la Unesco y de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas– concluyeron que las inundaciones fueron de mucha menor entidad de la estimada por los geólogos norteamericanos, confirmándose que la altura del Mar Negro antes de la anegación era de sólo 30 m bajo el nivel actual del mar (en lugar de los 80 m predichos), señalando además que el suceso se produjo unos 1.800 años antes de lo anunciado.

En general, la mayoría de las riadas de índole local, que han tenido lugar históricamente, están relacionadas con períodos glaciares en el Holoceno y sus correspondientes interglaciares, durante éstos la elevación de temperatura ocasiona el deshielo y variaciones eustáticas. La glaciación más reciente (Würm) empezó hace 80.000 años y acabó hace unos 10.000 años, situándose su punto álgido en dieciocho mil años. Desde entonces se entra en un período postglaciar, donde el hielo comenzó a derretirse elevando la cota superficial oceánica, pero esto sucedió tiempo antes del diluvio aludido.

En la época correspondiente al Diluvio lo que hoy es Asturias presentaba una configuración geológica prácticamente similar a la actual, con idénticos rasgos geográficos, tanto en las zonas más elevadas (Picos de Europa) como en el ámbito costero, salvo pequeñísimas particularidades; a título de ejemplo, resaltar que en determinados lugares de Gijón (donde hoy se ubican las plazas de Europa y de El Humedal) se estaban formando depósitos de turba, lo que revela la sedimentación de restos vegetales en una zona pantanosa o de humedal.

Como conclusión, aunque se han mencionado amplias inundaciones a escala puntual, las irrefutables pruebas existentes contradicen un Diluvio Universal, y justificar el mismo aduciendo una acción milagrosa se encuentra fuera del dominio del método científico. El ofuscamiento por encajar las indagaciones naturalistas en moldes apriorísticos atenazó la libertad de reflexión y el afianzamiento de la Geología como ciencia moderna.

Manuel Gutiérrez Claverol es Doctor en Geología y Profesor de la Universidad de Oviedo.

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