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La clase de superhéroe que quería ser

11 de Diciembre del 2018 - Javier Suárez Piedralba (Piedrasblancas, Castrillón)

De niño siempre me imaginaba teniendo superpoderes, habilidades superiores que te colacan por encima del resto, que consolidaban mi individualidad. Cada día, por el lugar que ocupaba o por las ansias de imaginar, podíamos pensar en una habilidad diferente, en un héroe diferente que ser.

Los lunes uno suele pensar en la habilidad de volar, metáfora de libertad, de romper cadenas. Los martes, no muy distintos de los días que abren la semana, uno ya se ha mentalizado de que no se puede escapar de la semana y conviene hacerle frente, así que piensas en supervelocidad, en correr más rápido que la rutina. Los miércoles, justo a mitad de semana, te das cuenta de que huir no es la solución y te planteas un poder que elimine obstáculos del camino, como la telequinesis, desafiando los límites de los cuerpos. Los jueves, oliendo ya el descanso y el reposo, te familiarizas con la idea de que apartando los problemas no los eliminas, así que te aseguras de ser intangible, eliminando las preocupaciones que no pueden herirnos porque el fin de semana está cerca. Los viernes, aparentemente el último día de penurias, haces caso omiso a la precaución del jueves, y deseas con mayor ambición un poder más atractivo, menos pasivo, como el de la fuerza sobrehumana. "¡Qué vengan los problemas, que los fulmino!". Los sábados, días de cumplir deseos por excelencia, uno ansía la inmortalidad, relegando la invencibilidad de la fuerza por la indestructibilidad de quien vive eternamente una noche de fiesta. Los domingos llegan y la juventud desaparece como algo momentáneo. Ese día te armas de reflexiones, de horas muertas y de desesperación ante el nuevo comienzo de rutina, y deseas ser invisible, cesar de ser visualizado por el mundo y sus contratiempos.

Cuando despiertas al cabo de muchos lunes te das cuenta de que la semana no es algo de lo que se pueda huir corriendo o volando, moviendo violentamente peligros de un lado a otro, haciéndote insensible al ser traspasado por la realidad, destruyendo las dificultades con fuerza de titán, desapareciendo de la vista de todos negando tu existencia o prolongando tu infelicidad con el elixir de la vida eterna. Cuando aprendes eso te vuelves más pragmático y decides buscar un superpoder más útil en la vida en convivencia. Te das cuenta de que tu individualidad depende de muchas cosas y personas. Entonces te pones a pensar qué clase de superhéroe maduro quieres ser. ¿Hablar todos los idiomas del mundo? ¿Curar todas las enfermedades? No. Eso está bien para el que tenga vocación de embajador o de médico, respectivamente. Por eso yo ahora pienso en la telepatía, en la habilidad de leer la mente. Después de todo, eso es lo que hacen los filósofos con instinto de actor: leer e interpretar. Me valdría la telepatía: saber cómo desmantelar a tus enemigos, saber en qué piensan tus amigos, saber cómo dar con la respuesta indicada que hechice a la chica que te gusta, saber evitar conflictos innecesarios, saber alegrar la vida de infelices con pequeños detalles, saber hacerte feliz a tí mismo con esa retórica mental a tu favor. Esa sería la sabiduría suprema: leer la mente, leer más y mejor que nunca, hacer del mundo un libro abierto.

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