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Fútbol, toros y mujeres

13 de Diciembre del 2018 - José Luis Peira (oviedo)

Es sumamente interesante, desde el punto de vista espectador, comprobar cómo, inmediato efecto, un nacionalismo cualquiera activa, por repulsión, a otro nacionalismo relacionado. Es como una consecuencia física, átomos que buscan desesperadamente un electrón cuando lo pierden, para estar equilibrados y tranquilitos.

Algunos pensamos y creemos firmemente que nada hay más rancio, viejuno y peligroso que un nacionalismo. Nada más reductor, estrecho y violento. Por las dudas se recomienda encarecidamente repasar la historia y buscar alguna circunstancia en la que no fuera así.

En estos días, viendo y oyendo a ciertos líderes de lo suyo, en una carrera desenfrenada por demostrar quién es más español, me hubiera gustado poner el televisor, ahora que es posible, en blanco y negro, para situar verdaderamente en su lugar todos esos discursos y declaraciones de intención que he permitido que pasaran ante mí. Una voz atiplada por parte del locutor hubiera sido genial, y ya tendríamos un No-Do en casa a la hora de cenar.

Dicen que la señora Le Pen lleva una disertación parecida. No lo creo, primero porque quien se desenvuelva en francés sabrá que la pájara tiene un pico de oro que ya quisieran muchos. Y sobre todo y más que nada porque ella y sus votantes ya pasaron ciertas reválidas que nosotros tenemos para septiembre. Así que, a trazo gordo, reclaman el regreso a una Francia en la que se te podía olvidar un reloj en un bar porque al día siguiente estaría en el mismo lugar, que se batió contra el nazismo, que desarrolló el Concorde y el Mirage, que hizo pruebas en Mururoa o que abolió el sujetador. Se podrá estar, o no, de acuerdo éticamente con lo citado, pero no me digan que es lo mismo que reivindicar los toros, el Peñón y las amas de casa. Si a España le ha faltado algo secularmente ha sido modernidad, siempre erre que erre con la lengua fuera a rebufo del inventen ellos y, convengamos, que ese empeño de retrotraer la vida a 1950 no es que sea rancio, que lo es, es que ni siquiera es una buena idea.

Esa españolez, igual que ocurre con la catalanidad, por ejemplo, trae un pecado original bajo el brazo; esa reivindicación de la identidad, ese poner los sentimientos primarios por encima de la razón y consentir que las banderas se conviertan en prioridad normativa y reguladora. Para estas alforjas no valía la pena entrar en el siglo XXI. Con esos discursos algunos vemos que se activan los peores pecados. No aspiro a convencer a ningún converso, sus razones tienen, pero sobre todo emociones, algunas de las cuales hasta comparto, apenas aspiro a expresar mi pensamiento, ya en pista de salida para capear la avalancha del pensamiento patrio y seguramente único que se nos viene encima.

A este paso, y veo que no hay remedio, cualquier día nos veremos apelando a que el brandy es cosa de hombres o que Zarra selección.

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