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Más Popper y menos Zapatero

31 de Marzo del 2010 - Raquel Abaitua Pérez del Río (Oviedo)

Hace poco me ocurrió algo anecdótico que, en sí mismo, carece de interés, pero que me hizo reflexionar sobre algunos aspectos de nuestra sociedad, de la mentalidad imperante en la misma y el papel que los políticos desempeñan en ella.

Una mañana de finales de diciembre, en plena efervescencia navideña, me disponía a cumplimentar una serie de gestiones entre las que se encontraba la realización de una consulta urgente en un banco. Ante la imposibilidad de aparcar y la previsible brevedad del asunto, osé dejar el coche delante de la puerta del Banco tapando parcialmente un vado. Apenas había tenido tiempo de entrar cuando vi través del ventanal del banco (en todo momento estuve pendiente del vehículo por si surgía la necesidad de retirarlo) a una pareja de policías dispuestos a sancionarme. Inmediatamente me acerqué a ellos, les expliqué la situación y les imploré que no siguieran adelante con la sanción, a lo que la agente se negó, pues un matrionio había tenido que dar una vuelta a la manzana por mi culpa ¡qué terrible contratiempo! Me pidieron toda clase de documentación (si hubiera matado a alguien no hubieran solicitado tantos papeles) y me impusieron la nada despreciable cantidad de 150 euros de multa. Mientras todo esto acontecía, hizo acto de presencia la mujer que había tenido la horrible desgracia de dar una vuelta a la manzana en su coche (con su nieta recién nacida, nada menos) y había incitado a los agentes a sancionarme. Señalándome, le contaba una amiga a voz en grito lo despreciable de mi conducta. Traté de explicarle la situación y hacerle ver que no hubiera sido necesario recurrir a la policía, pero ella insistió en defenestrarme y expresó su alegría por lo que entendía un castigo más que merecido. Este hecho, en principio intrascendente, además de enfadarme y hasta entristecerme, me hizo pensar.

En primer lugar me incitó a reflexionar sobre la tendencia creciente en nuestra sociedad a la proliferación de normas que regulen los más variados aspectos de nuestras vidas. La intervención del estado en la vida social y ciudadana es cada vez es mayor, hasta el punto que acaba asfixiando el desarrollo de nuestra vida contidiana. Es imposible coger el coche sin mirar obsesivamente el cuentakilómetros (con el consiguiente riegos de tener un accidente) o fumarse tranquilamente un pitillo en lugar acotado para ello; tenemos que mirar con lupa lo que tiramos a la basura, no vaya a ser que nos equivoquemos con el asunto del reciclaje; y en breve nos impondrán la temperatura a la que deben estar los locales públicos. Y éstos son sólo algunos ejemplos del citado afán intervencionista, pues podríamos mencionar muchos otros de mayor calado, como las imposiciones lingüísticas en algunas comunidades o el proyecto de cerrar páginas web, que supuestamente atenten contar el sacrosanto derecho a la propiedad intelectual (de algunos), entre otros.

No séra yo quien defienda una suerte de anarquía, soy consciente de la necesidad de que existan normas y de la importancia de cumplirlas. Pero, como en la mayoría de las cuestiones que afectan a la ética y a la política el exceso suele conllevar error e injusticia. En el caso que nos ocupa, creo que este exceso se escuda en ese "espíritu buenista" que impregna la ideología del gobierno actual y consagra lo políticamente correcto sin pararse a profundizar y fundamental sólidamente las medidas que se adoptan. Así, amparándose supuestamente en elevadas y loables principios y objetivos, como la salud pública, la prevención del cambio climático, la seguridad ciudadana, etcétera, el estado se arroga un papel paternalista e infantiliza a los ciudadanos bajo el pretexto de que debemos ser "niños buenos" que nos lo contradigan. Pero la realidad es que muchas de las noramas que nos imponen no sólo no contribuyen decisivamente a la consecución de tales objetivos, que exigirían políticas amplias y profundas, sino que suponen una injerencia en el ámbito de lo privado que atenta contra la libertad individual y que muchas veces no esconden sino intereses ocultos, como el afán recaudatorio de las multas de tráfico o el beneficio de determinados sectores de la sociedad como en el caso de la SGAE. Muchas de estas medidas son tan improvisadas y carentes de fundamento que entran en contradicción flagrante con otras; así, por ejemplo, no se permite fumar en ningún sitio público, o tomarse un vino y coger el coche, pero los menores no tienen problema para emborracharse en la calle o atiborrarse de hormonas tomando sin control la píldora del día después. Existe, en definitiva, mucha hipocresía y afán controlador en este furor regulador que nos ha tocado en suerte. En el caso que nos ocupa, tengo claro que la motivación de la policía no era precisamente la defensa de los derechos de los ciudadanos, pues para ello hubiera bastado con que me instaran a retirar el vehículo, sino la recaudación de una cuantiosa suma de ese dinero que tanto cuesta ganar y con el que pagamos, entre otras cosas, el sueldo de estos agentes de policía que olvidan con facilidad que su deber es el servicio a los ciudadanos y no el abuso de autoridad y la explotación de los mismos.

Por otra parte, la actitud de la señora me hizo reflexionar sobre el concepto de tolerancia. Nunca me ha gustado demasiado este término, pues opino que sería más adecuada su sustitución por el de "respetable". Pero sin entrar en esta cuestión, creo que la palabra tolerancia puede interpretarse de dos maneras distintas: la primera implica flexibilidad, entender que todos podemos equivocarnos y que, en consecuencia, debemos ser comprensivos con los errores ajenos y humildes en nuestros planteamientos, como diría Popper, supondría reconocer nuestra falibilidad, aunque no renunciar al verdad. Esta interpretación supondría, a su vez, una actitud transigente, flexible y comprensiva en nuestras relaciones con los demás, siempre y cuando no se rebasen ciertos límites razonables. La segunda interpretación está basada en una postura relativista que supondría considerar que no hay valores y planteamientos objetivamente mejores que otros. Esta mentalidad está cada vez más arraigada en nuestra sociedad y se ha traducido en el convencimiento de que todos somos literalmente iguales, que nadie debe ser considerado superior a nadie en ningún aspecto y que todas las opiniones poseen el mismo valor y por tanto hay que "tolerarlas". En definitiva, ha llevado a confundir la igualdad jurídica y de oportunidades con un igualitarismo que acaba poniendo al mismo nivel a Newton y a un alumno de Bachilleraro, al profesor y al alumno (cuando no por encima al alumno, no vayamos a caer en el abuso de autoridad), al delincuente y a la víctima... Así el ciudadano se siente, sobre todo, sujeto de derechos y exige su cumplimiento con determinación cuando no con violencia, olvidándose, por supuesto, de sus deberes y obligaciones: que nadie ose conculcarlos y mucho menos discutirlos porque será acusado inmeditamente de reaccionario, elitista o insolidario. Esta mentalidad, paradójicamente, ha transformado la supuesta tolerancia en intransigencia y está favoreciendo actitudes agresivas y excesivamente reivindicativas. Fue esta actitud la que mostró la señora indignada que me denunció al policía, porque, sinvergüenza de mí, ¡me atreví a conculcar sus derechos! que, por supuesto, son sagrados. Y yo les diría, tanto a la señora como a los agentes de policía: más "tolerancia", más amabilidad y mejor humor: más Popper y menos Zapatero.

Raquel Abaitua

Oviedo

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