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Cartas a las mujeres de España

28 de Diciembre del 2018 - José María Izquierdo Ruiz (Oviedo)

“Las mujeres deben ser feministas, como los militares son militaristas y los reyes son monárquicos” (G.M.S.).

Gregorio Martínez Sierra (Madrid 1881-1947) fue un dramaturgo y novelista que se encuadra en la generación del 98, y gran amigo de Juan Ramón Jiménez. Hoy casi olvidado, fue famoso en el primer tercio del siglo XX, y muy leído hasta el medio siglo (Pascua florida, El amor catedrático. Tú eres la paz... que leían mis padres, y que yo conservo). Martínez Sierra fue también importante por crear y dirigir revistas literarias, como Helios, que dieron a conocer autores noveles y promocionaron la literatura española de su tiempo. Conviene anticipar que a partir de los años 10 de dicho siglo su obra estuvo muy influenciada por el talento de su esposa, María de la O Lejárraga, autora oculta de parte de su obra, y de forma especial de “Cartas a las mujeres de España”, escrita en 1916. Patriota español, como prueba el frecuente inicio de los capítulos de esta obra con la frase ¡Señoras y paisanas mías! (no de mi ciudad, no de mi región, sino de España) y feminista convencido, si bien probablemente inducido, como se desprende de sus textos, por su compañera de almohada, María de la O.

“Cartas a las mujeres de España” es una obra interesante y emotiva, con una bien matizada definición del feminismo de su tiempo. De sus XXV cartas sólo será posible entresacar unos pocos párrafos sueltos, con algún hilván, que ilustren su pensamiento.

El libro se inicia con referencia a la Gran Guerra. “Piensen ustedes –señoras mías– que al fin de la guerra habrá en Europa doce millones de mujeres sin posibilidades alcanzar la gloria y el consuelo de concebir un hijo”. “¿Qué los hombres de España no nos lo merecemos? Pues, sálvennos a pesar nuestro, porque desde que la primera mujer echó el segundo hombre al mundo, el porvenir de la Humanidad está en ustedes”.

Entre los clubes de mujeres destaca los de Norteamérica, porque su feminismo está fundado en ideales prácticos; los primeros fueron de lectura y estudio: “Para que mis hijos que saben no se avergüencen de mí, que no sé”. Luego cambiaron su pensamiento: “Nos hemos convencido de que todo estudio que no conduce a la acción para el bien de los demás, es fútil”, y empezaron a esforzarse por todas aquellas actividades de beneficio general: salud, educación, civismo, economía doméstica, trabajo, legislación, amenguar todas las miserias, reparto equitativo del pan, pero sin olvidar los derechos femeninos, como el del sufragio, la patria potestad de la madre, la capacidad civil de la mujer casada, etcétera”.

“Hay que ser muy bonitas”: “Niñas, deben ustedes a su cuerpo reverencia máxima, aprendan a hacer ejercicio, no prueben el alcohol. Hay que lavarse el cuerpo de arriba abajo, todos los días, y cuanto más fría esté el agua mejor. Con eso se pone la piel sonrosada y los labios rojos” (Es de recordar que en aquel tiempo agua caliente la tenían pocas, así que hay que tomar lo leído más como un consuelo que como un consejo). “En cuanto a la higiene del alma, que también produce belleza en el rostro, porque parte esencial de la belleza está en la expresión, procuren que los buenos pensamientos sean en ustedes. Más que costumbre, naturaleza”...

“Sí, niñas, hay que esperar el amor, porque es la flor de la vida, pero no lo confundáis con el noviazgo. Cuando estéis seguras de vuestro amor, casaos con él”. No hay que dar nombre de amor a juegos de amor”. “En el verdadero amor hay y debe haber dos elementos: atracción física y alta estima moral; sin una o sin otra, fracaso seguro”. El autor se olvidó de añadir la admiración.

“Mientras no tengan capacidad de legislar, están ustedes cerca de quienes hacen las leyes, y tienen la habilidad suprema de tiranizar dulcemente y de imponer su voluntad. La cabeza rendida por la pesadumbre, que descansa en la almohada junto a la de ustedes precisamente por rendida y amante es dócil a toda buena inspiración. Mientras no puedan firmar las leyes con su propio nombre, ensáyense a dictarlas, con su leal consejo”.

Y, al fin, llega un párrafo de regañina, nada feminista: “¿Piensan ustedes despertar el deseo de todo hombre que pase, con la generosidad de la exhibición? Si es así, cierto que lo consiguen ustedes. Pero, ¿piensan afrontar las consecuencias y otorgar a nuestra exaltada sensibilidad lo que la generosidad de la exhibición parece prometer”. “¡No, por cierto, somos mujeres honradas a carta cabal!": “Pues han de saber que en la moral corriente masculina no parece delito grave el beber agua cuando se tiene sed, aunque la sed sea de pecado, y puesto que ustedes hacen sedientos y niegan el agua, a otras fuentes acude prestamente el hombre para templar la sed que ustedes despertaron”.

¡Le comprendemos, señor Martínez Sierra! –replican las mujeres de hoy– pues ustedes no podía saber hace un siglo que, en la actualidad, existen leyes sobre la discriminación positiva, y que se está pensando en legislar para meter en la cárcel a quienes vayan a otras fuentes para templar su sed.

Con sus luces y sus sombras hay que reconocer que “Cartas a las mujeres de España” es un libro divertido e ilustrativo, y que por muy feminista que sea, o precisamente por serlo, es grato de leer a los dos sexos, y que muchos de los buenos consejos de vida que da a sus “Señoras y paisanas” son de perfecta aplicación y utilidad para varones ávidos de conocimiento del bello sexo fuerte.

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