Ese otro pesebre

23 de Diciembre del 2018 - RAFAEL GUTIÉRREZ AMARO (SEVILLA)

Estamos en Navidad y lógicamente nuestra mente se va con facilidad a esos preciosos Belenes que se construyen en tantos lugares de España. Los Belenes son una muestra del cariño que los cristianos tenemos a Jesucristo. A ese Jesucristo que nace, con absoluta pobreza y humildad, en ese sencillo portal de Belén.

San Francisco de Asís que supo descubrir la importancia de la pobreza, tanto espiritual como material, fue el que realizó estos primeros Belenes, y puso en ello tanto amor que pronto está costumbre llego a tantos y tantos lugares del mundo. Y es que el amor, y lo que se hace por amor, no tiene fronteras. La frontera del amor es la dureza de nuestros corazones tantas veces orgullosos y egoístas.

Pero existe otro pesebre, ese que se desarrolla en parte de la vida del hijo pródigo. Ese hijo, tan amado por el Padre, pero que renuncia a ese amor para gastar su herencia en banalidades terrenas, en egoísmo infecundos, en alcantarillas malolientes.

Otro pesebre, en dónde en vez de estar el Niño Jesús están los cerdos y está el prodigo. Él, el prodigo, que no es el Hijo de Dios como en Belén, sino que es el hijo de la inmundicia, el hijo de la perdición, el hijo de la necedad humana.

Y en ese otro pesebre el hijo malvive también en pobreza absoluta, pero en una pobreza ocasionada por su propia sinrazón, por su propio sin sentido.

Y me preguntó ¿Nosotros en qué pesebre buscamos cobijo? En el de la pobreza evangélica para estar con Jesús, en el de la miseria existencial o en ninguno.

Digo también que en ninguno, porque quizás nos de igual. Y quizás nos de igual porque nuestra vida camina por otros derroteros. Derroteros: quizás infecundos, quizás indiferentes; pero que son nuestros derroteros. Los derroteros de la indiferencia más absoluta ante lo que Dios nos dice cada día y más aún en este tiempo de Navidad.

Vale la pena que, en este tiempo de paz y de interrogantes, reflexionemos sobre el pesebre en el que anida nuestro corazón, en el pesebre en el que vivimos; porque fácilmente podemos caer en la tentación mundana en la que cayó el hijo pródigo.

En aquel momento un hijo perdido, al que Dios -al final por amor- pudo rescatar.

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