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Ni Constitución ni democracia

4 de Febrero del 2019 - Manuel Javier López García

Nací en el año 1970, por lo que tenía 5 años a la muerte del dictador Franco. Pues bien, tras las autocelebraciones y conmemoraciones de la Constitución y la “democracia”, habiendo transcurrido ya casi medio siglo desde ese fallecimiento, sociológicamente, la práctica totalidad del conjunto del pueblo español –incluido el catalán, que por cierto jamás se destacó por defender su singularidad frente a Franco sino más bien le hacían “la pelota”– sigue bajo el influjo y mentalidad del franquismo, marcando buena parte de sus vidas y sin que dicho sujeto Pueblo Español ni siquiera se percate de ello y todo ello en parte por una buena dosis de temor o miedo que trae causa de cuarenta años de dictadura ideológica.

Vamos por partes. Si hacemos un análisis serio, riguroso y documentado nadie puede negar que, como dijo el dictador antes de su muerte, dejó todo “atado y bien atado”. Así, designó como su sucesor a la Jefatura del Estado al otrora Rey de España don Juan Carlos I, el cual, según las reglas monárquicas, traicionó a su padre, don Juan de Borbón y persona contraria a Franco. De igual manera, y ya fallecido Franco, se convocaron unas elecciones a Cortes Legislativas –lo que es el Congreso– y de ahí, todos los líderes de todos los partidos del espectro político –desde el gran traidor Carrillo al totalitario Fraga, por no mencionar al “protegido Isidoro” más conocido por Felipe González, liberales, democristianos, etcétera– decidieron crear un pacto entre ellos que cotidianamente se denomina Transición, que es un oprobio para un pueblo y una nación y que conllevaba un consenso. Ello supuso que en esas Cortes Legislativas esos líderes políticos designaran a los “padres de la Constitución” para, sin ninguna legitimación, elección y menos aún poder constituyente alguno redactaran una Constitución que rige desde 1978 pero que, en elemental técnica político-constitucional, no puede denominarse una Constitución como tal. Ello viene avalado por varias razones y hechos incontestables. Ya establecía la Carta de Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa que para que exista una genuina Constitución Democrática se precisan dos condiciones sin las cuales no se puede hablar de tal: la primera es la separación real y efectiva de poderes entre Ejecutivo y Legislativo. A nadie se le escapa que esos 350 diputados que ponen sus reales en la Cámara baja ningún español los dirige de forma directa sino que se sientan ahí según la posición otorgada por el jefe de cada partido en esa lista de forma que la gente vota a un “representante” previamente designado por cada jefe de partido político y con mandato imperativo de dicho partido político; todos los cuales a su vez y también bajo mandato imperativo, naturalmente deben votar a favor de su jefe que los ha instalado en esa Cámara con los numerosos privilegios que ello conlleva. Por tanto, la primera condición no se cumple, pues no hay separación de poderes y además los elegidos a dedo por cada jefe o aparato de partido político deben mandato imperativo y obediencia ciega a dicho jefe. La segunda condición sin la cual no puede existir una Constitución democrática material, auténtica, es que haya una representación política con mandato imperativo de los representados. ¿En qué consiste esta representación política? Pues sencillamente en crear distritos electorales de un tamaño aproximado a la población de Asturias o menor en el que, primero, cualquier persona, colectivo ciudadano y no sólo partidos políticos como sucede hoy en día puedan postularse a ser representante de sus ciudadanos proponiendo una serie de reformas o promesas de hacer; segundo, que los elegidos que acudan al Congreso en representación en este caso de los asturianos, de forma periódica, cada semestre por ejemplo, deben rendir detalladamente sus labores, trabajos o reivindicaciones realizadas en pro de los que le han elegido. Si ocurre que el representante/s no cumple/n con lo prometido –que eso sí es un mandato imperativo del pueblo hacia ese representante, a éste se le sustituye de inmediato por otro, y así sucesivamente de forma que ya no obedecerían a jefes de partido sino a sus auténticos electores-representados que tienen el poder de expulsarlos en el caso de una mala gestión.

En cuanto a la legitimidad, debemos volver a la época inmediatamente anterior y posterior a la muerte de Franco. Existió una gran figura y persona, por desgracia muy desconocida al estar vetado en cualquier medio de comunicación por orden de los traidores ya citados, llamada Antonio García-Trevijano Forte, el cual llevaba años bajo la dictadura aglutinando a todas las fuerzas políticas opositoras a Franco, lo cual consiguió y se denominó primeramente Junta Democrática y posteriormente Platajunta y que estaba integrada desde los nacionalistas vascos y catalanes al Partido Comunista, en fin, todos, y que se adherían a una serie de principios democráticos básicos para formalizar una ruptura con el pasado franquista y proceder democráticamente con el poder constituyente otorgado por el pueblo español una genuina Constitución con forma de Estado monárquico o republicano. ¿Qué ocurrió? Pues que una vez muerto Franco todos estos “líderes políticos” traicionaron esos principios para instalar una oligarquía de partidos o partidocracia, para repartirse la tarta entre ellos, una vez un trozo mayor, otras menor, etcétera, y que es lo que existe hoy en España, redactando una Constitución por cuatro personas elegidas a dedo por estos jefes, sin ningún tipo de legitimidad constituyente ni poder previo refrendando el pueblo español esa Constitución sino que ésta se hizo en secreto pero fue descubierta y denunciada esta maniobra clandestina por un periodista ya fallecido llamado Pedro Altares. La elaboración de esta Constitución vigente lógicamente tuvo que contentar a todos, de ahí la frase “café para todos”, privilegiando a vascos, catalanes especialmente –de ahí lo de “nacionalidades” que es una aberración dentro de una única nación– y creando algo inaudito como es el Estado de las autonomías que, a día de hoy, tienen más poder que muchos estados federales. Y de esos lodos, estos polvos. Siempre han tenido un trato preferente vascos y catalanes y ahora estos últimos dicen querer independizarse alegando argumentos que no tienen peso jurídico alguno y son ridículos como el derecho de autodeterminación de los pueblos, previsto para el fenómeno colonial, que son una Nación, que son republicanos…todo falso de principio a fin, pero que con un poder central o gobierno que ni sabe ni contesta –este actual, el anterior y los precedentes– pues lo que se ha conseguido ciertamente es crear en Cataluña una sociedad fraccionada y dividida en dos. Todo ello por no mencionar la escandalosa intromisión de la política en la judicatura o politización de los jueces.

En resumen, que en mi humilde opinión y siguiendo el camino que había proyectado Antonio García-Trevijano y que muchos creemos en él y en llevarlo a cabo, en ese momento de la Transición debería haberse llevado a cabo una ruptura con el pasado franquista, haber dado paso tras un período de tiempo razonable a que el pueblo español designara los miembros para formalizar unas Cortes constituyentes con auténtica legitimidad, en la que cabrían diversas opciones de forma de Estado de gobierno –Estado centralizado, federal, “de las autonomías”, etcétera–, de sistemas de elección parlamentarias, etcétera, y que de todas esas posibilidades fuera el pueblo español, sujeto soberano y constituyente y que conforma la nación española única y primera en la historia quien eligiera libre y democráticamente. Se optó por la “chapuza”, que es evidente que ha supuesto un avance respecto del franquismo, pero, cuidado ciudadanos, que igual que quienes nos mandan dicen que tenemos derechos a esto y a lo otro y siempre de forma individual, son derechos conferidos que igualmente los pueden suprimir, hecho que nunca ocurriría de haberse escrito la historia en la forma que exponía el Sr. García-Trevijano.

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