Jose y mi "Oviedín del alma"
Si alguien me pidiera alguna vez que definiera lo que es para mí eso del "Oviedín del alma", el Oviedo afectivo de mi infancia por el que transité siendo un niño moderadamente feliz de la mano de mis padres, supongo que se me vendría a la cabeza la imagen de mi amigo Jose Cienfuegos cualquier sábado por la mañana de tertulia en la librería Quijote de Oviedo buscando literatura negra y discutiendo como siempre sobre el sexo de los ángeles o la inmortalidad del cangrejo y sin lograr ponernos de acuerdo nunca, como debe ser. Pero por encima de todo estaba nuestra amistad, el tiempo que llevábamos compartiendo anécdotas y lecturas, los recuerdos de un Oviedo que va desapareciendo lentamente de la memoria de aquellos que lo conocimos bajo el peso de los años y transformándose en otro (y a nosotros con él) como suele pasar con todas las cosas que están vivas.
Ayer por la mañana me llamó un amigo común para decirme que Jose había fallecido, que ya no volveríamos a discutir ni a reírnos con aquel tono tan suyo de ovetense de toda la vida, con aquella retranca que lo acercaba más que lo distanciaba de nosotros.
Los círculos se cierran aunque nunca pensemos en ello, las personas abandonan nuestra rutina, pero hay algunas obstinadas que se quedan a vivir para siempre entre nuestros recuerdos sin que podamos evitarlo. Se convierten en habitantes de nuestra memoria por derecho propio, se elevan sobre aquellos otros que pasaron por nuestras vidas sin pena ni gloria, a cambio de los ratos vividos en común, de esos momentos inolvidables en los que llegamos a rozar la inmortalidad con la punta de los dedos y sabemos que no volverán a repetirse nunca de la misma manera.
Jose ha sido para quienes lo conocimos uno de esos arquitectos capaces de levantar murallas frente al olvido, de combatir la rutina de los días, en su mayoría iguales, con una broma o alguna hazaña por las calles de Oviedo, de ese Oviedo mental y añorado que tuve la suerte de compartir con él cuando era un niño.
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