No hay manera
En Asturias no hay tregua para la distancia. No alcanza a trepar las montañas y se ahoga contra los rompeolas. Los que nos vamos, nos quedamos encerrados por fuera, libres con la libertad mermada: porque podemos ir a cualquier sitio del mundo, pero no volver a casa.
Esto se debe en gran parte a las muy pobres rutas aéreas entre Asturias y el resto del mundo, que afectan tanto a los que están dentro como a los que están fuera. También niegan la entrada a curiosos extranjeros, que nos preguntan a los asturianos sobre las maravillas de la tierrina, pero a los que luego tenemos que aclarar que a Asturias no se puede ir.
La falta de vuelos, y también los altísimos precios de los trenes en la misma Península, son puro testimonio de los deshumanizados y silenciosos castigos que nos propina el capitalismo, y de la obvia e histórica falta de equidad entre las comunidades que conforman España. De nada sirve invertir dinero y esfuerzo en promocionar lo increíble que es la región si luego no podemos proporcionar medios para llegar hasta allí. De nada sirve el explicar que Asturias es más celta que flamenca, más verde que amarilla y más oso que toro si luego no podemos ponérsela a los otros ante los ojos.
En mi escritorio en Inglaterra me pregunto que hasta cuándo vamos a permitir que se nos aísle de y se nos corten las alas en Asturias. La región no sólo necesita, sino que merece, una mejor comunicación para seguir creciendo y enriqueciéndose. Nos están matando poco a poco y no lo estamos diciendo suficientemente alto, y el silencio y la conformidad son una pandemia que nunca han conseguido conquistarnos.
Sin embargo, y si se reflexiona bien sobre ello, llegamos a la agridulce conclusión de que Asturias es idéntica al Paraíso incluso en su más supina desventaja: llegar allí desde la Tierra es igual de complicado, y se reserva para unos pocos. Los demás, pecadores, nos quedamos tocando a las puertas, como decía Bob Dylan en aquella canción.
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