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Todo quedaba en la bocamina

4 de Marzo del 2019 - Ignacio Rozas Mera (Oviedo)

A mi padre se le llenan los ojos de lágrimas cuando ve el cierre de la mina que durante unos dieciséis años dio de comer a su familia. Como él, miles de padres asisten desolados a la liquidación de la minería asturiana, orgullo de esta región antediluviana.

Ahora, en plena resaca de la tragedia de Julen y su rescate por parte de la Brigada Minera, recuerda con dolor cuando recibió una llamada -esas de madrugada- para ir a picar en relevos cortos y conseguir abrir una chimenea de sesenta metros lo antes posible para sacar el cuerpo de uno de los dos compañeros víctimas del hundimiento de una capa. Y aún más, se le ponen los pelos de punta cuando piensa que él había estado trabajando en el mismo lugar horas antes del derrumbe. Yo nunca le pregunté a mi padre por este tipo de sucesos, quizá porque, siendo un niño, temía no volver a verle cuando marchaba a trabajar. Por lo que sí preguntaba, y él orgulloso me relataba, era por las anécdotas con sus compañeros. Muchos años después, recuerdo alguno de los motes por los que se llamaban, las ocurrencias de un capataz que tuvo, el cariño y admiración que tenía por sus amigos -alguno de ellos ahora ausente- y una larga lista de buenos momentos.

El desahucio minero es una auténtica penalidad que deja huérfana a muchas generaciones de niños y más huérfana a nuestra tierra. La miopía y el desaire de los gobernantes han sido los ingredientes de la catástrofe. Y es por eso que, quizá, la única salvación de la minería sea escuchar las historias de sus protagonistas, muchas de ellas desconocidas en sus propias casas. Pues al cabo, por uno u otro motivo, los mineros dejaban todo el heroísmo en la bocamina.

Ignacio Rozas Mera

Oviedo

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