El mito del amor único
¡Señora!, nunca dejé de amarla, pero desde que tiene un amor nuevo, la amo más; ahora amo y deseo a la mujer de mi prójimo. ¡Qué cómodo era antes, en un cielo sin nubes! Ahora la amo empecatado. Pero ¡qué hermoso es condenarse al fuego eterno por amor!, porque eterno será el fuego que me vivifique.
Mas, no se turbe, ¡señora!, por estas palabras atrevidas. Usted sabe bien que son un desahogo literario y que nada alterará su nueva y merecida felicidad. Usted sabe también que su sentido práctico y su necesidad de amar y de gozar intensamente, le dicen, “dale hoy a cada uno lo que es suyo”; a mí el placer de que sepa que no olvidaré los buenos recuerdos, en las horas lánguidas del “dolce farniente”. Y también sabe que si un día me vuelve el duende y Dios provee, escribiré una historia que inmortalice nuestra vida, para que todo el mundo comparta tanta hermosura, pensando que es una fábula.
Pero hay algo por encima de todo lo dicho, y es que su corazón, ya de por sí holgado para albergar dos amores, entrará en expansión y no habrá problemas de espacio. Deseo profundamente que el siguiente tramo de su vida sea, como el pasado, tan grato como su valía y sensibilidad necesitan y merecen. Tal deseo, sólo en parte, la de mi querer por usted, va vinculado al de mi felicidad, pero sería hermoso poder compartir alguna vez, en vivo en directo con usted, señora, y no sólo como recuerdo, algún momento de felicidad como los que ayer gozamos largamente.
Quedo en expectativa de destino: cielo, infierno, purgatorio o limbo.
José María Izquierdo Ruiz
Oviedo
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