Heterocomentario

8 de Marzo del 2019 - Francisco Ruiz (La Carrera)

Como cada año, en la escuela preparamos actividades para conmemorar el Día de la Mujer. En los últimos tiempos, las llamadas huelgas feministas han vaciado las aulas de chicos (y chicas) desluciendo las propuestas educativas que los claustros (mayoritariamente femeninos) incluyen en sus proyectos educativos. Como bien se sabe, la respuesta estudiantil se limita a la deserción en masa, al amparo de cualquier consigna que la convierta en legítima y no altere los planes de la familia. Es normal. Un día de asueto escolar siempre será motivo de júbilo. Sin embargo, el guión del 8 de Marzo evoluciona, y de una insuficiente reivindicación institucional más o menos fingida se ha pasado a una especie de día del orgullo femenino, monopolizado por ciertos colectivos subvencionados que velan por la ortodoxia. Poco o nada tengo yo que objetar a una manifestación pública de orgullo por el hecho de ser algo, lo que sea (mujer, hombre, albino, poeta...), que, justificado o no, es cosa tan sana y natural como obrar en conciencia o expresarse en libertad. Pero la lectura reposada del argumentario oficial me deja tan perplejo que, al menos en este caso, considero que no secundar ni apoyar esta huelga es casi un deber cívico. Las primerísimas palabras revelan en admirable síntesis los casi treinta folios que se suceden luego como losas de granito: "Tomar la calle con el propósito de subvertir el orden del mundo y el discurso heteropatriarcal, racista y neoliberal". Para la mayoría, sean afines o contrarios, esta incendiaria declaración de intenciones moverá la adhesión o el rechazo. Pero al profundizar en el documento descubro que el tufillo panfletario se consolida en sucesivas oleadas de razones redundantes y farragosas, trufadas de estúpidos neologismos y construidas a base de tópicos universalistas y delirantes que exhalan un hedor irrespirable, en esa línea de extremismo quemaconventos que señala con el dedo a todos los que osan discrepar de la única e irrebatible tesis, una que podría ser realmente conmovedora si no fuera porque resulta falsa: el hombre, media humanidad, es el responsable de las desgracias de la mujer, la otra media. La pueril reducción del problema conduce a posiciones radicales, curiosamente coincidentes con ideologías atrabiliarias, que, lejos de promover respuestas y soluciones, disgregan el discurso en meros fogonazos deformadores de la realidad: los hombres son violadores por instinto, desprecian la naturaleza femenina y privan de sus derechos a sus compañeras para después asesinarlas con impunidad. Definitivamente no considero que la tal naturaleza masculina me haya privado (todavía) de juicio ni de sentido, que si nací hombre en este cachito de Europa fue por mero azar genético y no por vocación, ni tomo parte por aquellos de mis vecinos que violentan a esposas, madres y hermanas, negándoles de paso cobijo y sustento, condenándolas al oprobio de una existencia miserable. Sin embargo, solicito que las furiosas revisionistas encaren las normas, profundamente injustas, que condicionan la promoción académica y profesional de mis antiguas alumnas porque no hablan tal o cual lengua autonómica, que revisen esa ley de paridad que minusvalora y ridiculiza el mérito de nuestras hijas, o que reivindiquen la institución de la familia, la de siempre, la de toda la vida, vehículo de realización personal y social e inspiradora de cuantas iniciativas pudieran imaginarse para asegurar el correcto desarrollo físico, afectivo e intelectual de la mujer del futuro.

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