En recuerdo de Padrín
Sentado en la mesa del salón, pasando las páginas de LA NUEVA ESPAÑA desde el final al principio, como todos los días hacía, o trabajando incansablemente la madera en su taller, estas son algunas de las imágenes que se quedarán para siempre fijadas en mi memoria al hablar de Padrín.
Desde pequeño no tuvo nada a favor, desgraciadamente supo de primera mano lo que fue el sufrimiento de la guerra y las penalidades derivadas de la misma. Tuvo que trabajar desde bien niño en la mina, la mina que tanto le dio y le quitó. Años más tarde conoció a la que sería su compañera inseparable a lo largo de toda su vida, Madrina, mujer por y para la que vivió. Serio, cariñoso, susceptible, puro nervio, trabajador como pocos y de un gran corazón, todo espacio es poco para describir semejante carácter. Quizá por lo que más se le conociese es por dos cosas: por sus manos, unas manos únicas que aprendieron, a base de esfuerzo y perseverancia, a convertir cualquier trozo de madera en algo digno de admiración, y por ser un eterno seguidor de su querido Sporting de Gijón.
Pero si hay una frase para describir a Padrín y Madrina es el famoso dicho: "A quien Dios no da hijos, el diablo da sobrinos". Sobrinos, algunos ahijados (tanto los auténticos como los muchos que fuimos "arrimados"), para los que nunca faltó nada de lo que tuviesen; a los que nunca pusieron la mano encima, aunque a veces no fuese por falta de motivos; a los que nunca se les cerró la puerta cuando fueron en busca de ayuda. En definitiva, a unos sobrinos que se trataron y quisieron como hijos.
Tras largos meses de calvarios e incertidumbre, ya se ha apagado su voz. Queda en el recuerdo de los que le conocimos una huella imborrable: sus ganas de vivir, su inmenso cariño por sus allegados y su devoción por Madrina, que lo cuidó y veló hasta el final.
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