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El (mi) despertar feminista

13 de Marzo del 2019 - Marina Álvarez Fernández (Oviedo)

Me llamo Marina, tengo 24 años, soy católica, periodista y mujer. Y también soy de las que en un principio miraban el movimiento feminista y el 8-M con cierto escepticismo, pero este año algo me ha hecho cambiar de opinión.

El viernes pasado, Día de la Mujer, mi profesión me permitió asistir a la concentración que hubo frente al Ayuntamiento de Gijón antes de la manifestación. Me encontré con una masa heterogénea de mujeres, de diferentes edades, ideologías y, por qué no, clases sociales. Pude charlar con algunas, y me llamó la atención que todas contaban episodios tan mundanos pero tan habituales como que en las aulas un profesor te haga sentir incómoda por llevar una falda corta o que un desconocido te haga pasar miedo volviendo de noche a casa. Regresé a mi trabajo incómoda, pero ebria de emoción y determinación. Quizás eso me hizo despertar ante pequeños gestos del día a día que normalmente pasan inadvertidos: el camarero del bar que no te quita ojo desde que entras por la puerta y que al darte tu café te dice: "Gracias, chiqui", o esa persona a la que ves todos los días y evitas quedarte a solas con él porque un reflejo casi innato (propio de la mujer) te dice "ten cuidado con él". Y yo me pregunto: ¿Por qué tendré yo que aguantar esto?

La semana pasada, por otra parte, leía una entrevista que una periodista de "El Mundo" le hacía a la gran Samanta Villar, reportera todorreno, en la que Villar desmontaba lo que ella llama "el mito de la maternidad" y reconocía lo duro que fue para ella la crianza de sus hijos. Mas allá de eso, me quedo con una parte en la que la reportera hablaba sobre la carga mental femenina, y cómo las mujeres nos engañamos (o nos engañan) para asumir todo tipo de responsabilidades que nos llevan a nuestros límites físicos y psicológicos. Ella lo llamaba "la trampa de querer ser una super woman", y yo me acordaba de tantas mujeres de mi alrededor que cada día se dejan la piel en casa y en el trabajo. Mi madre, mis tías, mis abuelas y, por qué no, mis amigas. Todas ellas deberían llevar capa.

Por último, también me llamó la atención (y emocionó) una carta a la directora de este diario que una lectora, Ángeles Rivas López, dedicaba en la víspera del 8-M a todas esas mujeres anónimas y poco reconocidas "que se pasan la vida pensando en los demás, dejando para sí las migajas del pastel y se llevan la palma en la amargura de los reveses de la vida". Una de ellas es mi madre, que el viernes pasado no pudo ir a la manifestación de las mujeres porque se dedicó a dejarnos la comida hecha a los que veníamos de trabajar o estudiar, a darle a mi hermana una sorpresa y prepararle su pastel favorito y a cuidar de mi abuela, que sobrelleva su vejez en una residencia geriátrica de Gijón. A ella (mi madre) le dedico esta carta.

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