La revolución silenciosa
La aprobación no muy lejana de la nueva ley española del aborto conlleva un proyecto ideológico y cultural a desarrollar en materia de sexualidad, importado de modelos foráneos, y no exento, a mi juicio, de perniciosas políticas sexuales. Es una realidad suficientemente constatada que la educación sexual que se imparte en muchas partes, incluida España, ha banalizado el sexo y lo ha desposeído de su sentido antropológico y trascendente. Se da una interpretación de la sexualidad que fomenta las relaciones tempranas, la promiscuidad, la homosexualidad, el uso de anticonceptivos y el aborto. Se trata, una vez más, de implantar la nueva «moral feminista», en contra de la neutralidad ideológica que debe presidir el sistema educativo en sus diferentes niveles de formación. La educación sexual, al considerarse, por otro lado, como una dimensión moral indiscutible y de carácter de intimidad personal, transmitirla a los hijos es de la incumbencia exclusiva de los padres y no del Estado, que podría imponerla como adoctrinamiento de su particular punto de vista. La pretendida educación hace del sexo una dimensión lúdica y hedonista, carente de verdaderos valores, y un instrumento idóneo para conformar un tipo de adolescente irresponsable y frívolo, capaz de perpetrar cualquier acto de irresponsabilidad. Se ha comprobado que, tanto en Europa como en Sudamérica, a medida que los países fueron implementando la educación sexual en los centros de enseñanza, se fue incrementando la ratio de abortos. Muy lejos de esta dinámica quedan, por cierto, las excelencias que comporta la verdadera sexualidad. Constituye uno de los elementos fundamentales de la identidad humana, un componente esencial de la persona, un modo permanente de ser, de manifestarse, específico del individuo humano. Es algo que caracteriza al hombre y a la mujer, como masculinidad o como feminidad, no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual, distinto al ejercicio temporal de determinadas funciones y, por tanto, del uso de la genitalidad, a la que comprende, pero que a la vez la trasciende. Además de que toca toda la persona, la sexualidad es complementariedad y comunión, es amor y procreación. Algunos la comparan con la alteridad fecunda. Sabemos que la unión sexual particularmente se logra en el diálogo y la reciprocidad entre dos personas, entre el «yo» y el «tú», para constituir un «nosotros», como premisas para que pueda aparecer una nueva persona. De ahí las dos dimensiones del acto sexual: la unitiva-afectiva y la procreadora; procrear es donar la vida en el darse de las personas. La disociación deliberada de ambas realidades introduce, no pocas veces, distorsión, confusión e, incluso, desnaturalización. Detenerse en la primera excluyendo la segunda, en pos de una insaciable búsqueda de placer, es lo que dio comienzo a la revolución sexual de los años sesenta y al concepto de «derechos sexuales y reproductivos», que desde una ideología liberal-radical y una lógica feminista ha incluido la toma de decisiones en cuestiones de actividad y orientación sexual, procreación, contracepción, aborto, etcétera. Ésta es precisamente la formación, denominada de «salud sexual y reproductiva», que en los planes de estudio actuales se quiere introducir para ser impartida por profesionales sanitarios externos al profesorado del centro, como parte integrante de la nueva ley del aborto. Es previsible que los proyectos y las actuaciones de esta naturaleza serán contrarios al ideario de más de un centro y al beneplácito de los padres, especialmente de orientación cristiana. Por otra parte, se exige una neutralidad ideológica que impida una visión concreta de aspectos controvertidos y no compartidos de la dimensión sexual de la persona. Por tanto, como toda cuestión polémica precisará debate y consenso de la mayoría de padres, educadores e instituciones educativas.
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