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El arte de aprender a morir

31 de Marzo del 2019 - José María Casielles Aguadé

Estamos ante un asunto muy serio, que en algunos momentos puntuales nos conviene también saber tomar a broma.

La primera cuestión sobre este tema es de respuesta tan obvia que ni siquiera ha de ser planteada. Todos somos conscientes de la evidencia de la muerte, por lo que no proceden la angustia, el miedo ni el espanto. Es un trance ineludible, y simplemente debemos estar preparados para franquearlo, de la mejor y más digna manera posible.

La muerte de los seres vivos, y también la caducidad de las cosas, están impresas en la naturaleza. Se mueren las personas, los animales y los vegetales; también las estrellas, las constelaciones y las galaxias. La física nos enseña que por aplicación de las leyes de la termodinámica el universo entero –hoy con trece mil setecientos millones de años de existencia– está determinado a la extinción, al convertirse toda la energía útil disponible en entropía, es decir, en energía incapaz de realizar trabajo. La biología respalda este concepto, e incluso señala los tiempos medios de la actividad de los vivientes: entre las pocas horas del insecto “ephemerax”, y los ciento e incluso pocos miles de años de algunos árboles, el límite de vida de los humanos está establecido en unos ciento veinte años, con variabilidades notables. Estos tiempos se ven determinados en los seres vivos por la longitud de los “telómeros”, estructuras localizadas en los terminales de sus cromosomas.

Aunque los registros oficiales son relativamente recientes sabemos por la Historia que lo que llamamos “esperanza media de vida al nacer” ha aumentado sensiblemente en los últimos años. En el Egipto de los faraones era infrecuente superar los 40 años. Hoy en España –uno de los países con mayor esperanza de vida del mundo– la vida media puede alcanzar los 84-85 años, con diferencias sensibles entre hombres y mujeres, que mantienen una oscilación del “promedio máximo” de unos 9-10 años, es decir, los varones alcanzan unos 80 años y las mujeres cerca de los 90.

Es claro que los supuestos 900 años de Matusalén son una fábula que puede competir con las modernas noticias falsas, o simplemente tienen un cero de más.

La esperanza de vida varía mucho de unos países a otros: mientras Japón, España y Suecia presentan los mejores datos, otros ofrecen cifras que apenas alcanzan la mitad de las citadas. Tal es hoy el caso de algunos pueblos africanos, sudamericanos y asiáticos, con bajo nivel de desarrollo y servicios sociales precarios, especialmente en Medicina. No es menos cierto que estas graves diferencias se van atenuando progresivamente.

Los sociólogos aprecian claramente el cambio de estructura en las modernas pirámides de población de los países más avanzados, que están pasando de la referida forma piramidal, a otra de diseño casi inverso o embudiforme, que lógicamente acaba también rematándose con una reducción drástica en los niveles superiores, que me recuerdan los embudos de decantación que utilizamos en los laboratorios.

Los estudios estadísticos señalan también que el número de fallecimientos a las distintas edades decrece lógicamente entre los más ancianos, en los que el número de vivos disminuye progresivamente.

Enfocando las cosas con un recomendable sentido del humor –verdaderamente saludable para la supervivencia– hemos de procurar alcanzar los 95 años, pues como muestran las esquelas, más allá de esa edad hay muy pocas defunciones. Los estudios estadísticos señalan también que el número de fallecimientos decrece en las edades superiores, en las que el número de vivos también se reduce progresivamente.

En el mismo recomendable sentido de enfocar la muerte con cierto desenfado se dice que la estadística “demuestra” que la cama es el lugar más peligroso del mundo, pues es allí donde fallece la mayor parte de la gente. Así pues, ¡ojo con la cama!

La lectura de los clásicos también resulta reconfortante, y lo es de forma muy seria. El matemático Pitágoras dice de forma contundente: “Nosotros nunca dudamos de que tenemos almas, emanada de una mente divina universal”. Sócrates defendió hasta el último día de su vida la inmortalidad del alma, y ello le llevó serenamente a la muerte. Ciro el Grande creía también en la trascendencia del espíritu. Escipión comenta que si las almas fueran perecederas, los mejores ciudadanos no se empeñarían en conseguir la gloria de la inmortalidad, y añade que los sabios mueren con mayor entereza y sosiego que los necios e ignorantes.

Tiene poco sentido lamentarse de haber vivido, porque no hemos nacido en vano. Tampoco es razonable lamentarse de una vida breve, pues como a los actores se nos juzgará por el acierto en representar nuestro papel, y los méritos y calidad de acción en nuestro tiempo de vida, y no por la duración de la obra en la que trabajamos.

Cicerón, que también se encuentra entre los que creemos en la trascendencia del alma, razona que nos situamos ante dos alternativas: “Si el espíritu pervive, la muerte tiene muy poca importancia, y en algunos casos debe verse como un simple alivio, y si se ha de existir eternamente, será la puerta de entrada a una interminable felicidad”.

Solón, uno de los más célebres sabios de Grecia, no cree que se haya de lamentar la muerte si la sigue una felicidad eterna.

Los pesimistas y depresivos, que se consideran abrumados por factores desincentivantes que acompañan a la vejez, como son las limitaciones de la percepción, del entorno, el dolor y la enfermedad, llegan hasta el extravío de pensar en el suicidio. Los pitagóricos rechazan terminantemente abandonar la lucha por la vida, pues tampoco podemos autoevaluar nuestra existencia, y la repercusión de su influencia benefactora en la vida de los demás.

Tratemos pues de desarrollar una serena vida positiva. Respetemos la voluntad de Dios sobre nuestra existencia y, en cualquier caso, aceptemos siempre la muerte con una sonrisa, porque la Providencia nos la manda.

José María Casielles Aguadé

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