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Carta a mi difunto abuelo Jacinto

18 de Junio del 2019 - Pedro Llamedo Pruneda (Nava)

Insultos, lloros, reniegos de todo Dios entre sus rezos, desesperanza, rendición y pitidos de tren a lo lejos que traen la cesta, noticias de casa y de los viejos. Adiós a la mugre, los chinches, al hambre, a los piojos. Traen vida para los presos y sobornos para carceleros. Cualquier cosa que a la familia del condenado permita un abrazo, una despedida, una caricia o última visita:

-Ayer cayeron Mateo, Juan José y diez camaradas más. Anteayer Emilio, Antón de Solarriba y el primo Tomás. Y hablan que de esta mañana no pasaremos los demás.

-Dile a la abuela que esté tranquila, que todo está bien. Que cuide de vos y de madre, que será viuda también. Y vos, mis hijos, crecer justos y juntos, y ser gente de bien. Ser orgullosos, que os quitan al padre, pero no el honor, que no os envenene el odio y el rencor sino el amor. No queda más certeza que la de saber que la fuerza de la razón, del amor, del perdón, tesón y esperanza será dos mil veces superior a la del odio y de la metralla, que los hoy vencedores morirán con la cabeza gacha porque no serán capaces de vencer en nuestra batalla.

Solo se oyen las cacerolas y los murmullos en derredor, todos los oídos atentos a saber quién cruza el corredor, si te traen buenas nuevas o si ya te llegó la hora, peor preguntándose a cuál de los tuyos le tocará retornar a con la cesta llena sin tocar y el alma llena de horror. Entre las blasfemias, imprecaciones, gritos y sollozos, suenan las verjas en la planta de la cárcel correccional. Se abren y se cierran una y otra vez de forma desigual y, si prestas oído fino, sabes a quien le darán paseíllo, que presos dejarán esa mala noche de ser tus vecinos. Tras el alto muro, la tierra removida, húmeda, sombría y fría en la noche excavada con el miedo, la pala y la azada. En los cuerpos, los temblores de la intemperie y la rabia en los ojos, un final desafío a los verdugos con su mirada, aquellos de cabeza gacha, postura traidora, avergonzada. A la diestra del alto muro arden las colillas de los matones. Envueltos en capas amartillan sus armas los muy cabrones, no sabían, o han perdido la cuenta o las ganas de contar. Más poco importa, ellos son vencedores y van a disparar, apuestan cuántos muertos dejarán hoy en los montones. Unos dicen diez, otros diez veces diez, si pares o si nones.

A la siniestra del muro, olor a heces, a orina, vómito y pánico hombres vencidos, humillados, desarrapados, rotos, callados olor a hijos sin padre, padres sin hijo, a sangre de derrotados a orgullo y valentía, a pecho descubierto, a entrega de la vida a puño y voz en alto, aunque me maten, no callarán la mía.

Sobre la base del muro alto, metralla, sangre, vísceras y odio. Música de fusilería que construirá el futuro, nación y Estado. Jóvenes cuerpos entrelazados que se arrastran por el barro muertos, mutilados, vejados, violados, listos para ser olvidados mientras otros presos sigan cavando, que la fosa se va llenando. Que nadie sepa nunca que está pasando donde el muro alto, no vaya a ser que tras el luto que la memoria histórica, los muertos salgan ganando, los mantenga en vida íntegros y puros, y vivan eternamente, y vivamos muertos en vida sus putos verdugos, y sobre las fosas comunes, llenas de cal viva, viva la vida.

Jacinto Pruneda Toribio, fusilado ante el muro exterior del cementerio de Oviedo el día 9 de marzo de 1938, a la edad de 58 años, la misma que yo cumplo hoy, resultó ser la víctima número 19 de un total de 24 de aquel día fructífero para la causa asesina. Seguramente resultaba un enemigo peligroso para el régimen por su condición de labrador o quizás, en esa época de la historia no cotizaban al alza las buenas gentes. Sus huesos se fundieron, entre otros, con los de sus vecinos: José Fernández Muñiz, de Nava; Teófilo Corte Ordóñez, Constantino Reguero del Barro, Eduardo de Dios Calleja, Lucindo Bárcena Cuesta, Carlos de Dios Calleja, Abelardo Campo Cueto, Jesús Vega Onís, Manuel Foncueva González, Enrique Blanco Santianes y Celestino Redondo García, de Ceceda; David Vega Onís, de Piloñeta y Andrés Carrera Carriles, de Llames. Algunos de ellos no habían cumplido los 22 años de edad. En la fosa común de Oviedo reposan 1.316 de esas buenas gentes.

En España se han exhumado hasta hoy unos 9.000 cuerpos y faltan al menos otros 25.000 mientras el dictador que los mató descansa en un mausoleo dedicado a las víctimas. Aquel fatídico día me arrebataron anticipadamente la posibilidad de conocer a mi abuelo, pero sembraron en mi corazón una semilla perenne de reconocimiento. ¿Pueden decir y sentir los mismo los nietos de sus ejecutores a los que ya nadie recuerda? Yo sí recuerdo haber vivido bajo el amor de una madre, Teresa, a la que a la edad de 18 años le tocó viajar en tren, como cada día, desde Viobes hasta la cárcel de La Cadellada de Oviedo, a llevar una muda limpia y unos víveres a un padre que ya no encontró vivo, y no me puedo ni imaginar cómo pudo superar sola el trayecto de regreso a comunicar la desgracia a su familia.

Ahora, cuando han pasado ya más de 80 años del genocidio nazi y de la barbarie franquista, entre otras muchas devastaciones humanas habidas en el mundo, vuelven por sus fueros sus herederos a intentar sembrar el miedo y abogan por las armas, la fuerza y la desigualdad con el mismo descaro que ante lo hicieron sus antepasados; que sepan que esta vez nos encontrarán vacunados contra el horror, armados contra la sinrazón e impregnados de valor para doblegar a todos los extremos del amplio espectro político y social abusador del mundo, que no les dejaremos pasar para que nadie acabe nunca más ante el paredón. Que Jacinto descanse en la paz por la que luchó.

Pedro Llamedo Pruneda

Nava

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