Renfe y el bable
Desde que el Vasco pasó a los territorios del recuerdo, vamos de mal en peor. Aquellas locomotoras tenían personalidad: qué seriedad y señorío al entrar en la estación de Moreda. Las bielas, en su misión de hacer girar las ruedas, se movían con la agilidad del mejor bailarín. El humo negro salía de la chimenea como si quisiera confundirse con el verdor del paisaje. Anunciaba en todo el Valle la llegada del convoy un silbido de humo blanco que servía también de señal horaria. El maquinista y el fogonero, orgullosos de su labor, se encargaban de alimentar y atizar el fogón. Aquellas máquinas arrastraban cinco vagones de madera. Después de cargar agua en el depósito y dejar que los viajeros se acomodasen, se lanzaba a la carrera para llegar a Oviedo en la hora y media que marcaba el reglamento. De entre las doce o trece estaciones que había hasta la capital, destacaba la de Peñamiel, enigmática, sola, misteriosa, oprimida entre montañas, sin más ruido que el de los barrenos de la cantera vecina y sin otro silencio que el del río Caudal, silencio espeso por la cantidad de islán que arrastraban sus aguas. Por no tener, no tenía ni andén. Generalmente no recibía viajeros y, si los recibía, la parada del tren era mínima, visto y no visto. Los usuarios observaron este hecho y convirtieron esta brevedad en medida y cálculo de espacios mínimos del tiempo humano, y adaptaron sus relojes al huso horario señalado por meridiano de su estación. Los ribereños, espabilados ellos y atentos intérpretes de la realidad, sustituyeron el “visto y no visto” por una expresión tan familiar y pegadiza que sirvió para señalar a quien siempre andaba con prisa. Y se decía: “para menos que el tren en Peñamiel”, afirmación que ya pertenece al acervo cultural, por lo menos, del sureste de Asturias.
Pero un buen día, en mitad del 1967, el Vasco cerró la tienda y desaparecieron la máquina, los cinco vagones, las bielas, el humo negro y el humo blanco de los silbidos. Todo, incluidos el maquinista y el fogonero. Y Peñamiel nunca volvió a ser meridiano ni a tener su huso horario. Después del cierre, aparecieron en el horizonte unos entes metálicos, chatos, feos, que no despertaban el más mínimo interés en los viajeros. Estaban pintados de colores poco atractivos: amarillo ictericia, azulón decadente y verde botella, como el corcel que Vital Aza lanzó al trote entre Pinto (Madrid) y Marmolejo (Jaén). Y otro buen día, aquel glorioso Vasco, con nueva apariencia y ya convertido primero en FEVE y luego degradado a Feve, quiso llegar, por inercia, a Oviedo, pero le pararon los pies en Baíña, estación sin historia y casi sin viajeros. En adelante, quienes quisieran ir a la capital del Principado tendrían que hacer trasbordo en Ablaña y subir a un tren de Renfe. Llegó un momento en que el paisaje, desconocido en un principio por el cambio de ruta, fue perdiendo interés. Y una de dos, o leer o navegar por el móvil.
A la novedad del trasbordo se añadió otra, desconocido hasta entonces, que fue el anuncio de las estaciones. Lo hacía, y sigue haciéndolo, una voz femenina, como de soprano: “próxima parada –pausa breve–…” y decía un nombre. El viajero, que ya se sabía las paradas, abría el libro y se perdía en la lectura. Y así pasaron los días y los años sin atender al altavoz. Hasta que, en uno de los viajes, no sabe ni cómo ni por qué, un ruido extraño, destemplado y desagradable lo arrancó de su concentración. Cerró el libro de un portazo. Increíble. Aquella voz femenina, como de soprano, pronunció sin el más mínimo temblor de voz “próxima parada –pausa breve– El Caleyo”. Como suena. El viajero, indignado, tuvo que contenerse ante tamaño dislate. Un seísmo. Pero detuvo el enfado y del calor de la indignación pasó a la calma del razonamiento: a ver si el equivocado era él y no la voz…, a ver si la palabra era castellana y al entrar en Asturias había pagado como portazgo un cambio de terminación… Así que, cuando llegó a casa, fue de frente al Diccionario de la Academia: el dichoso “Caleyo” no figuraba en el léxico de la Docta Casa. Lo que significaba que en su vida había salido de su solar natal. El viajero se arrepiente ahora de haber puesto en duda que el “Caleyu” de Moreda fuera la variante asturiana del inexistente “Caleyo”. ¿Cómo iba a presentarse ante aquella vía, tantas veces pateada, de cuyo nombre había desconfiado? Con la llegada del asfalto, “el caleyu”, antes pedregal, que no tenía representación gráfica, pasó a los libros, escrito ya con merecidas letras mayúsculas: “El Caleyu”. Además, no estaría solo. Iba a tener la compañía de un hermano mayor, “El Caleyón”, empedrado con cantos rodados, camino a Moredarriba, que, en mitad del siglo pasado, se había mudado, por un día, en pista de Fórmula 1, hazaña que ya figura en los anales de la villa moredense.
Habrá que decir a Renfe que después de la pausa breve viene “El Caleyu”.
José Antonio de Lillo Cuadrado
Moreda (Aller)
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