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Ni grillos ni topillos

27 de Junio del 2019 - José María Izquierdo Ruiz (Oviedo)

El impulso a escribir estas líneas nace de dos artículos en LA NUEVA ESPAÑA del 16 de junio, uno titulado “En Asturias ya no cantan ni los grillos”, de José Ángel Miyares, en que echa de menos la actual ausencia de pájaros, grillos y cucos en su pueblo; el otro, en el suplemento Siglo XXI, titulado “La fauna ibérica no es la que Félix contó”, por Luis Mario Arce, en que incide en los cambios en la fauna hispánica en relación con el clima.

Hace cerca de 50 años compramos un prado en Cenero, linde con Llanera, orientado al Sur, y con vistas lejanas al Aramo y al Mostayal. Por el Norte, y más cerca, estaba la central de Uninsa, y desde una muga se veía Gijón. Nunca los escasos humos de la acería alcanzaban el lugar, ni nunca después lo alcanzaron. ¡Indultada!

Los niños podían entretenerse jugando con los saltamontes y con los grillos, que cuando “cantaban” en coro causaban un alegre estrépito, y el descompasado vuelo de mariposas multicolores contribuía al Carnaval. Aves de variada especie ayudaban a vivificar el lugar, cantos de gorriones, vuelos rasantes de golondrinas y de vencejos, planear de aguiluchos en busca de alimento, con su piar, que por la distancia parecía de pichón. También los cucos te cantaban los años que ibas a vivir, y les hacías caso si te convenía. Con frecuencia los jilgueros anidaban en las tuyas, y unos estorninos (fugados de Gijón, y emigrados de Londres) dejaron, una vez, sus huevos y sus crías en la cruz de un manzano. En la parte más baja y húmeda surgía algún sapo corredor y, una vez, los grandes hoyos cavados para el cierre de la finca con traviesas de la Renfe, sirvieron de nido de salamandras; ratones de campo y erizos comparecían alguna vez.

Hasta a animales que antes causaban molestia, como los topos y que, una vez, mataron las raíces de un naciente tejo, o las hormigas que sentaban sus reales en sus hormigueros en montículo, ahora se les echa de manos, y aún más los interminables lances amorosos de las hormigas aladas sobre el techo del coche. Los muchos árboles y arbustos plantados esos años, y sobre todo aquellos frente a las casetas de aperos –robles, acacias, palmeras y un seto de sanjuaninos– que daban sombra e intimidad a una explanación de convivencia, siguen vivos, pero un veterano magnolio apenas florece. Me temo que ya no queden ni lombrices de tierra.

Tan sólo el protegido y prolífico jabalí, que arrasa prados y maizales, y hasta se asoma por las ciudades, parece inmune al cambio climático.

José María Izquierdo Ruiz

Oviedo

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