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Hartos de extranjerismos

15 de Julio del 2019 - José Antonio Coppen Fernández

Yo no sé usted, querido lector, pero nosotros estamos más que hartos de tantos extranjerismos. No es que nos cerremos a cal y canto a nuevas expresiones ajenas al castellano, pero es que no pasa un día que tengamos que consultar algún término, porque de lo contrario nos quedamos a dos velas. Casualmente cuando ya había iniciado este comentario, leemos que la lengua española dejó de utilizar 2.793 palabras durante el último siglo, según declaraciones de Pedro Álvarez de Miranda, que ocupa el sillón “Q” de la Real Academia Española. Hay que poner freno a tanto desmadre. Según define la RAE: “el diccionario no es un depósito de cadáveres".

A este propósito recuerdo una carta que una señora escribió a una emisora de radio esgrimiendo una retahíla de términos, declarando con ironía que este nuestro país era ahora mucho, muchísimo más moderno, desde que las insignias se llaman pins, los maricones, gays; las comidas frías, lunchs, y los repartos en el cine, castings. Antes los niños leían tebeos, en vez de comics; los estudiantes pegaban posters creyendo que eran carteles; los empresarios hacían negocios en vez de business y los obreros, tan ordinarios ellos, sacaban la fiambrera al mediodía, en vez de tupper-ware. En el colegio hacía aerobic, tonta de mí, creía que hacía gimnasia. Nadie es realmente moderno si no dice cada día cien palabras en inglés. Las cosas, en otro idioma, nos suenan mucho mejor. Evidentemente, no es lo mismo decir bacon que panceta, aunque tenga la misma grasa, ni vestíbulo que hall, ni inconveniente que hándicap.

Hay que reconocerlo, desde ese punto de vista, los españoles somos modernísimos. Pues tampoco decimos bizcocho, sino plum-cake, ni tenemos sentimientos, sino feelings. Sacamos tickets, compramos compacs, comemos sandwiches, vamos al pub. Además practicamos el rappel y el rafting, en lugar de acampar, hacemos camping y, cuando viene los fríos, nos limpiamos los mocos con kleenex. Ni que decir tiene que esos cambios de lenguaje han influido en nuestras costumbres y han mejorado mucho nuestro aspecto. Las mujeres no usan medias, sino pantys, y los hombres no utilizan calzoncillos, sino slips, y después de afeitarse se echan after shave, pues deja la cara mucho más fresca que el tónico.

El español moderno ya no corre, porque correr es de cobardes, pero hace footing; no estudia, pero hace masters y nunca consigue aparcar, pero siempre encuentra un parking. ¡Ah, una cosa! El mercado ahora es el marketing; el autoservicio, el self-service; el escalafón, el ranking, y el representante, el manager. Los importantes son vips; los auriculares, walkman; los puestos de venta, stands; los ejecutivos, yuppies; las niñeras, baby-sitters, y hasta nannies, cuando el hablante moderno es, además, un pijo irredento. El arcaico aperitivo ha dado paso a los cocktails, donde se hartan a bitter y a roastbeef que, aunque parezca lo mismo, engorda mucho menos que la carne.

El lector reconocerá que estas cosas enriquecen mucho. Para ser ricos del todo, y quitarnos el complejo tercermundista que tuvimos en otros tiempos, solo nos queda decir con acento americano la única palabra que el español ha exportado al mundo: la palabra “siesta”.

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