Voces palestinas
El gobernador de la milenaria ciudad de Jericó (Cisjordania) nos dijo, cinco días antes del brutal ataque israelí a Gaza: «Tenéis un mensaje que dar: aquí hay personas normales que quieren hacer una vida normal». En aquel acto, celebrado en el salón de actos de una escuela infantil y organizado como encuentro entre autoridades y asociaciones palestinas y la Plataforma de Mujeres Artistas por la Paz, también pudimos oír: «Palestina está ocupada por una potencia extranjera. Nosotros queremos la libertad y la justicia, queremos librar a los ocupantes del peso de la ocupación».
De camino a Hebrón, tras atravesar el muro de la vergüenza que aísla a Belén y pasar los controles militares correspondientes, nos enseñan desde el autobús varios asentamientos judíos: Llegan los militares, confiscan las propiedades, cierran por seguridad; luego, traen colonos y construyen. En Hebrón, soldados israelíes armados con fusiles se apuestan a lo largo de la calle; cada veinte metros. En una parte de la ciudad en la que viven 40.000 palestinos, 4.000 soldados están encargados de proteger a 400 colonos judíos especialmente agresivos, que han convertido la vida de la ciudad en un infierno. Nos hablan de expulsiones, agresiones, accesos prohibidos o restringidos, controles militares, expolio, más de 500 tiendas cerradas por orden militar, comercio en declive, expropiación de tierras, campamentos de refugiados, bloqueo, represión, torturas, cárcel. Lo de Sudáfrica era «apartheid», esto es peor.
La delegación española está compuesta por 186 personas: cantantes y músicos, actrices, escritoras, diputadas, abogadas, expertas en género, representantes de ONG, medios de comunicación. Al grupo, encabezado por la Banda de Gaitas de Candás, se le impide el paso hacia una escuela por uno de los 17 controles militares, el mismo que atraviesan los escolares a diario. Nos vamos bajo la atenta mirada de soldados que, apostados en una azotea y tras los sacos terreros del puesto de control, apuntan con sus armas al grupo español. Podemos entrar por otro lado y comprobar la destrucción de su patrimonio histórico-artístico así como la agresividad de los ocupantes.
Nablus es un lugar duro; tiene cinco asentamientos dentro de la ciudad y uno fuera. El comercio está en declive. Su gobernador nos dice: «Antes de la ocupación, esta ciudad era la capital económica de Cisjordania; ahora, hay emigración, paro». Denuncia que hay 630 puestos de control en Palestina. Hoy, todos los habitantes de Nablus necesitan autorización para entrar y salir, incluido el gobernador. En Nablus hay incursiones del Ejército a diario, incluso humillan a las fuerzas de seguridad locales. Estamos en el noveno año de bloqueo y sufrimos agresiones cotidianas. Suplican: «Por favor, presionad a vuestro Gobierno para que pida a los israelíes que acepten la legalidad internacional. Un estado palestino con las fronteras del año 67, antes de la guerra de los Seis Días, sería aceptado por el 90 por ciento de palestinos». Ese jueves por la tarde, anterior al sabath negro, nos avisan de que tenemos que irnos apresuradamente de allí, pues Israel está a punto de entrar en guerra y temen el cierre de los controles.
De madrugada, en Belén, cantan los gallos. Apenas amanece y ya está el muecín llamando a la oración desde la mezquita. Es un lugar de mayoría cristiana, donde ortodoxos y católicos, en sus templos unidos (o separados, según se mire) por dos puertas, se disputan la propiedad simbólica del lugar del nacimiento de Jesús de Nazareth. Es sábado, el día santo para los judíos. A mediodía, un reducido grupo asturiano pasea por el mercado local. En una pequeña tienda de electrodomésticos, la televisión está encendida y varios hombres escuchan con atención. Nos acercamos. La cadena es Al-Yazira y las imágenes, escalofriantes. Ante nuestro interés, un hombre nos indica Gaza. Los rótulos están en árabe, pero las cifras –que luego aumentarían muchísimo más– son 100 y 200. Nos entendemos por señas; son las primeras cifras de muertos y heridos. Una mujer, varios metros detrás, observa con preocupación.
Es obvio que estas voces palestinas, aunque representativas de un buen sector de la sociedad cisjordana, no son todas las voces palestinas y que falta escuchar otras muchas de otros lados, incluido el israelí. En Jerusalén, hay muchos judíos a favor de la causa palestina, que incluso la defienden mejor que los propios palestinos me dice una cooperante española de la Cruz Roja que tropiezo en una tienda. Jerusalén, la capital que reclaman para sí los palestinos, ese lugar con tanto peso histórico y abrumadora densidad religiosa, me impresiona por su belleza y por la polarización de los referentes identitarios de unos y otros que, temo, no ayuden a la causa pacifista. El conflicto está lastrado por las estructuras sociales, por las diferencias culturales, por la geopolítica, por el apoyo de las potencias extranjeras, por una historia convulsa, por el dominio de las religiones de libro, por el demoledor peso de los lugares sagrados, etcétera. Ahora, en primera plana, el temible fundamentalismo islámico de Hamas, contra un estremecedor, brutal y genocida Goliat, el Estado israelí, cuyo uso de la violencia contra la población de Gaza y la desatención a las llamadas internacionales de paz entierran las esperanzas de una solución justa.
El sábado negro por la tarde hay manifestaciones contra el ataque israelí; tanto en Tel Aviv como en Belén participan en ellas componentes del grupo español. Salimos de allí con el corazón encogido, dejando afectos y desamparo. Sabiendo que hay muchas personas normales que quieren hacer una vida normal.
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