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El llanto de los cocodrilos

13 de Abril del 2010 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

La Iglesia es sin duda una institución privilegiada, ya que hasta sus críticos más acérrimos y acerados parece que la critican solo con la encomiable intención de mejorarla, ayudándola a sacudirse la costra histórica e institucional que la tiene anquilosada. Podría entonces la Iglesia, aligerada de equipaje, en la pura desnudez del pneuma, repristinarse en las fuentes fundacionales del Evangelio. No por ello los laicistas radicales se iban a convertir en masa, pero dejarían ipso facto de meterse con la Iglesia, pues lo que ellos buscan con sus críticas es el bien de la humanidad en general y de la Iglesia en particular, como parte al fin y al cabo estadísticamente importante de la humanidad.

Entre los reformadores de la Iglesia que ejercen desde La Nueva España destaca por méritos propios y dedicación desinteresada D. Ángel Aznárez, que consagra a las tareas de reforma una parte sustancial del tiempo libre que le dejan sus funciones de notario. Solo con que la jerarquía tuviera la sabiduría y la humildad de aplicar la mitad de las ideas que el Sr. Aznárez le sugiere en su último artículo (Y la tormenta se desató sobre el Vaticano, LNE, 05.04.10), para armonizar el maremágnum institucional con los Santos Evangelios, se ahorrarían un concilio.

De entrada, al Sr. Aznárez no le gusta el Vaticano. Y en ese sentimiento de disgusto puede esperar que le acompañe cualquier cristiano lúcido, pues esa arquitectura, aparte de que en su colosalismo se yergue como un pastiche pretencioso de la clásica, incluye en su sobrecoste histórico (que eso sí que fue un Musel) el costurón de la Reforma y de la Contrarreforma, que partió la cristiandad en dos con su cruel secuela de cien años de guerras de religión (Comparada a esa galerna, esta tristísima perturbación de ahora cobra la dimensión de una tormenta en un vaso de agua; pero cualquier agitación se percibe una galerna a poco que se le aplique el inocente procedimiento de enfocarla en primer plano, dejando fuera el resto). En lo que ya no le seguirían tantos al Sr. Aznárez es en locuras tan sensatas como dejar el Vaticano, pues ¿dónde se habría de instalar el Obispo de Roma en caso de mudanza? ¿En el camping de Ostia?

El Sr. Aznárez, que imputa a la Iglesia de exhibicionismo pues, a su juicio, predica o habla y escribe demasiado, nos sorprende por su parte con el espectacular despliegue de una estrategia crítica que moviliza la historia, la sociología, el psicoanálisis y hasta la Biblia en verso; pero sobre todo, la vaticanología: conoce tan bien la cocina, los pasadizos, las escaleras de servicio y hasta las cloacas de la Curia papal, que es imposible no pensar que este hombre haya sido cocinero antes que fraile (para el caso, ¿jesuita antes que notario?). Como no se puede ser inteligente en todo (es Unamuno el que nos pone la mosca detrás de la oreja), a uno le acomete la sospecha de si ese cúmulo de saberes exhibidos no corresponden al botín de un liviano picoteo por Internet. En efecto, al meter en la misma batidora a Georges Steiner, a Bernard Violet y a Daniel Duigou, el Sr. Aznárez ¿no está preparando algo así como una comida rápida para turistas de Semana Santa?

Muy poco se autoriza Ángel Aznárez al utilizar, para atacar al Papa, a fuente tan poco autorizada como el panfleto del bocazas de Violet, que no es ingenioso ni en el título (Erratum XVI). Mientras tiréis con esa pólvora, los muertos que vos matáis, Sr. Aznárez, seguirán gozando de excelente salud. Cargarse al Papa. ¿A qué, si no, se va? Hasta en el crescendo con que el Sr. Aznárez dosifica los amagos y amenazas se percibe la exultación primaria del cazador que cree tener la pieza acorralada. Si el fuero (el pretexto) es la calamitosa gestión de los abusos sexuales en medios eclesiásticos, el huevo (el objetivo) es cobrarse la cabeza de Ratzinger: es apenas tolerable que la Iglesia esté regida por una de las cabezas mejor equipadas de la Europa pensante; que así lo reconocen tirios y troyanos, a no ser en esta España donde tratar a los creyentes como una manada de patos silvestres se ha convertido en un deporte nacional, detrás del fútbol pero por delante de los toros (hasta hay curas progresistas que piden la escopeta prestada para hacer ejercicios de tiro sobre la feligresía ¡Y llaman fuego amigo a esa participación en esta cacería que no conoce veda!).

Los mismos que se rasgan hoy las vestiduras acusando al cardenal de entonces de no haber sido implacablemente riguroso, armaron aquel escandalizado alboroto cuando, desde el famoso Víacrucis (en la novena Estación, nos precisa el Sr. Aznárez, que en esto hila muy fino), denunció la porquería en el seno de la Iglesia. Los progres creyeron descubrir entonces, en el inquisidor de la ortodoxia, al inquisidor de la ortopedia, al perseguidor de los malos pasos de aquellos religiosos que, en la óptica de la progresía, no habrían hecho otra cosa que seguir la luminosa senda de la liberación sexual. ¿De dónde saca la izquierda autoridad para impartir lecciones de moral sexual? ¿No tienen nada que ver con la pederastia los talleres de masturbación con financiación pública? ¿No tiene nada que ver con la pederastia fijar en los 13 años el umbral de madurez para la libertad de consentimiento? (Con esa norma el 60% de los casos denunciados queda excluido de la pederastia al tratarse de mayores de 12 años). Pues 13 años les parecían muchos y querían dejarlo en 12! No seré el único español que recuerda a la señorita Fernández de la Vega participando en el debate muy airada y reprochándole a la oposición el querer imponer a la sociedad una moral retrógrada. Después de dejar la sexualidad hecha unos zorros con la propaganda y con la ley, en cuanto se destapa el escándalo de los abusos, la izquierda se improvisa un puritanismo virtuoso y casi virginal y tira la primera piedra y la segunda y las que vengan, en una lapidación que el Sr. Aznárez anuncia y promete duradera. Si esto no es doble moral que venga Dios y lo vea (y de paso, si tiene algo que decir, bueno sería que lo dijera).

Lo de D. Duigou es cosa bien distinta del oportunismo sensacionalista y sectario de Violet (que el Sr. Aznárez toma por plata de ley); aunque solo por una atrevida analogía se puede aplicar a las instituciones la teoría freudiana del psiquismo y la práctica terapéutica del psicoanálisis que de ella se deriva. El sacerdote y psicoanalista Daniel Duigou confiesa que le divierte passer les frontières, pero el lector que le quiera acompañar en esas expediciones debería ir provisto de pasaporte y de algunos visados, si no quiere correr el riesgo de encontrarse, metodológicamente hablando, en la situación de un sin papeles. Cuando se acepta sin más que las instituciones también tienen inconsciente, se abandona el terreno de la analogía para incurrir en el malentendido metafórico de un antropomorfismo ingenuo. No sería la primera vez que a espíritus muy exigentes, que toman la fe de los cristianos a cuento de risa, se les viera comulgar, con la fe del carbonero, con ruedas de molino burdamente metafísicas.

Por lo demás, el Sr.Aznárez lleva razón en un montón de cosas: -La identidad masculina la otorga lo otro, lo femenino. Totalmente de acuerdo, siempre que lo uno y lo otro se atengan y mantengan en lo suyo, sin la síntesis pseudohegeliana de la confusión de géneros. El celibato eclesiástico es una disposición de derecho positivo, perfectamente revisable (De hecho siempre han existido en el ámbito del catolicismo áreas en las que no vige la disciplina del celibato). Con relación al acceso de la mujer al sacerdocio, hay división de opiniones; tal vez todo termine por andarse. Pero es normal que la Iglesia no tenga prisa; lo propio de las instituciones, como apunta el Sr. Aznárez, es durar, y si la prisa y la duración están en proporción inversa, puede entenderse que las prisas de la Iglesia, a estas alturas, tiendan a cero.

-Que en el siglo XXI haya una institución que se gobierne como se gobernaba la Roma imperial es como una reliquia a conservar en cofres en Cámara Santa, escribe A. Aznárez en el ertículo que comentamos. Si el destino de Europa fuera el de una Europa postcristiana, como lo augura Steiner, la UNESCO declarará entonces a la Iglesia (a lo que de ella quede) patrimonio de la humanidad, como un precioso archivo de dos mil años, como una sublime Venecia sumergida, había escito un servidor en marzo de 2008. Curiosa concordancia de forma y contenido que no oculta, sin embargo, una diferencia que es más que de detalle: la que media entre la simpatía respetuosa y la coña un tanto altiva.

En esto por lo menos van a tener razón los teólogos, que en esa inquina social que se ensaña con los curas interviene ese elemento, indiscernible para la sociología, que ellos llaman odium fidei. Porque si la etiología determinante del anticlericalismo fuera el dinero y el poder, hace cosa de dos siglos que esa inquina se tendría que haber desplazado a elementos socialmente mucho más relevantes. Por ejemplo, hacia los políticos, los boticarios, los notarios, frente a los cuales los pobres curas son pobres de solemnidad. Y verdaderamente desvalidos; nada poderosos ¿A quién pagamos hoy los diezmos de nuestro patrimonio, al testar, al heredar, al comprar o enajenar?

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