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Cudillero en la novela "José", de Palacio Valdés

23 de Julio del 2019 - Antonio Parra Galindo (CUDILLERO)

"Si venís algún día a la provincia de Asturias -así arranca Armando Palacio Valdés su novela "José"- no os vayáis sin pasaros por Rodillero. Es el pueblo más singular y extraño del Principado, ya que no el más hermoso... Confieso que no es gentil, pero es sublime". El gran novelista de Laviana echa aquí toda la carne en el asador para describir el paisaje de desfiladero y lo peculiar del paisanaje: las casas colgantes, el acento cantarín y el bable inextricable con que parlaban los pixuetos, casi una gacería con la cual habían de entenderse a voces los pescadores cuando iban de arribada, gritando de lancha a lancha.

He vuelto sobre las páginas del maestro recordando casi entre lágrimas cuando en Nueva York le leía "José" a mi mujer y ambos nos llenábamos de la añoranza de Asturias.

Era una saudade de olor a manzanas, de sebe y pomaradas, de calellas con sabor a mar y a monte. El libro es un retrato sociológico de la Asturias fin de siglo.

La antigua villa marinera, el adra de Artedo, las casas blasonadas donde vivieron los hidalgos y una de ellas pudo ser la del navegante y descubridor de la Florida Pedro Menéndez de Avilés. Nos pasea el novelista con su gran poder descriptivo por la rula, la lonja y corre su pluma por la escollera, nos habla de la simpatía de sus habitantes, la belleza de sus mujeres y el profundo espíritu religioso. La mar pide atrevidos pero hace buenos creyentes.

"Los cudillerenses -observa don Armando- son profundamente religiosos. El peligro constante en que viven les mueve a poner el pensamiento y la esperanza en Dios... no se pasan muchos años sin que Rodillero pague su tributo al Océano; en el invierno de 1852 perecieron 80 hombres, que representaban la tercera parte de la población."

Y se le va la mano en exageración al narrador cuando habla de las pixuetas, que son altas, esbeltas, de carnes macizas, que miran con la serenidad de las diosas griegas. Caminan con majestad como las romanas; hablan velozmente y con acento musical (¡ay, esa musicalidad del bable que nada tiene que ver con la aspereza con que lo entonan algunos bablistas de pie forzado!); hablan poco y sonríen menos, y eso siempre mostrando un desdén olímpico hacia su interlocutor. No creo que en España pueda presentarse un ramillete de mujeres tan exquisito".

Esta lidia con la mar les vuelve generosos y tiernos. No abundan entre los marinos los avaros, los intrigantes y tramposos, como entre los campesinos". La observación viene a ser muy sagaz porque en el concejo, uno de los mayores de Asturias, hay "caizos" de la braña o callealteros y ribereños. Entre unos y otros en las romerías siempre estallaba por lo general alguna gresca.

Palacio Valdés creo que es el mayor novelista que ha dado Asturias. Empuña la pluma con la seguridad y firmeza con la que José, el protagonista de esta novela marinera, aferra el carel.

Frecuenta la jerga y el habla de sus personajes, dale caña, amura vela; conoce la maniobra de conducir la embarcación orzando a barlovento. Esa propiedad del lenguaje, algo tan difícil de esgrimir, ¡oh, fortaleza del palabrero!, es desconocida para las plumas galanas de la novelística actual. Hay viento de bolina a estribor, ciñámonos entonces a la banda. Otro golpe de codaste y la novela se va a pique pero no.

Palacio Valdés amura portentosamente el aparejo y no hay cuidado de que se pierda en el fragor de la intriga. Para ganar viento hay que atezar la escota. Es muy divertida la descripción de la pesca del bonito sin soltar driza. Se escucha el golpe de martillo de los calafates de la ribera. Fue buena la pesca y hay cigarros puros habanos y vino de Rueda. Conque, ciando, amuran a tierra. José se va a casar con la hija de la maestra dentro de quince días.

En la arribada tras una venturosa pesca todo son sonrisas. Esperaban las mujeres, los viejos se sentaban sobre el carel de alguna lancha varada sobre el guijo de la marina que esperaba ser carenada, los niños correteaban al albur y las pescaderas más hábiles destripaban el bonito en menos que canta un gallo.

-¿A cómo?

-A real y medio.

-Estáis locos. Yo no puedo pagar el quiñón, señora Isabel, si bajo la tasa.

Esta era la mujer de un maragato que esperaba en el malecón con el carro preparado con hielo para transportar el pescado allende los puertos. Pero la mayor parte del bonito iba destinado a las conserveras.

(Continuará)

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