La desconexión de la conexión
En un mundo en el que todos estamos más cerca, en el que las barreras de la distancia y el tiempo parecen haber desaparecido y las personas poco a poco van perdiendo la humanidad, son pocos los que nadan a contracorriente e intentan resistirse a la inmediatez.
Se nos ha ido olvidando lo que significa esperar, vivimos al instante, perdiendo la paciencia y desprestigiando e infravalorando lo bonito de la intriga y la expectación. Ya no sabemos pensar las cosas antes de decirlas, no somos capaces de callarnos hasta esperar los momentos adecuados. Cualquier situación parece buena para decir cualquier cosa, y no sabemos respetar el tiempo de los demás, ni los momentos de cada uno. Todo nos vale, en cualquier situación descolocamos a los demás con un solo mensaje, nos parece normal, lógico e incluso necesario decir lo que sentimos en cada momento a través de una pantalla. Y más preocupante que eso, que no saber esperar para ver realmente la reacción de la otra persona, es la idea de esperar que responda y que realmente entienda la situación a través de unas letras de luz.
Resulta que tanta comunicación nos está incomunicando. Estar tan en contacto continuamente está haciendo que nos separemos de lo que tenemos enfrente. Nos hace estar distantes con nuestros amigos, ausentes con nuestra familia y cerrados a los conocidos y los que faltan por conocer. La realidad virtual poco a poco se está convirtiendo en una segunda vida, se están difuminando las barreras entre lo que vivimos en la red y lo que realmente vivimos.
La pantalla es capaz de cambiar nuestro estado de ánimo en cualquier momento. Estamos expuestos a demasiadas emociones a diario, a demasiados cambios constantes. A veces, la única forma de conectarse y de sentir es irónicamente desconectarse.
El mundo nos exige estar pendientes, estar disponibles en cada momento y nos presiona para mostrar lo que hacemos, cada paso que damos y con quién lo vivimos. Ahora mismo, parece que si no tienes redes sociales no existes, que si no contestas al WhatsApp es que algo te ha pasado, o peor, que eres un maleducado. Se presume que si te hablan has de contestar con la mayor rapidez posible, o en caso contrario estarás faltando al respeto a la otra persona. Nos obligan a estar siempre conectados, a olvidar nuestra privacidad y a mostrar lo que hacemos para que el universo, al que por cierto no le importamos, pueda juzgarte desde su sofá.
Si no queda constancia de lo que has hecho, es porque no lo viviste. Si no subes una foto, un vídeo o una grabación, es porque no eres tan fantástico como el resto de los mortales. Curioso el punto en el que nos encontramos en el que el raro es el que te dice: “No, mira, yo es que prefiero comunicarme contigo cara a cara”; o “no tengo redes sociales”. Increíble el hecho de que para pasártelo bien tienes que compartir cada instante con el resto de los móviles, de personas que realmente no necesitan ni quieren saberlo.
Bendito el nadar a contracorriente, benditos bichos raros que se mantienen al margen de la falsa realidad, que prefieren ir a picarte a casa, que valoran las sonrisas en vez de los emoticonos y las tardes en el parque a las historias de Instagram.
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