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Más sobre la ley del Aborto

4 de Mayo del 2010 - José M.ª Pérez Rodríguez

Como es bien sabido, en el BOE número 55 del día 4 de marzo pasado, ha aparecido publicada la ley orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, más vulgarmente conocida como «nueva ley del aborto», o «ley Aído», conforme a los trámites previstos en los artículos 90 y 91 de la Constitución, dándose un paso más por el actual Gobierno, además de regresivo, de consecuencias gravísimas para España, por mucho que se esfuercen sus promotores y defensores, en «equipararnos a una nación similar a las de nuestro entorno...», en las que los índices de natalidad andan por los suelos, la «invasión islámica» empieza a preocupar seriamente a muchos gobiernos y la decadencia moral y material de Europa es patente.

Además, porque se mire como se mire, lo que se ha hecho ha sido convertir un delito horrendo en un derecho jurídicamente exigible, al no existir nada más progresista que defender al más inocente e indefenso, y la aprobación de esta ley significa el mayor retroceso en el terreno de los valores de una sociedad sana y con proyección de futuro, por cuanto que, cuando entre en vigor, en España se podrá abortar libremente hasta la semana catorce de gestación sin inconveniente ni condicionamiento alguno, y hasta la veintidós «si existe grave riesgo para la vida o la salud de la embarazada o riesgo de graves anomalías en el feto», o lo que es lo mismo: el coladero o excusa para abortar cuando a aquélla le apetezca, bajo la falaz doctrina de que el aborto constituye un derecho inherente a la libertad de las mujeres para decidir sobre su propio cuerpo, legalizándose, con las asistencias cómplices, el destruir unilateralmente la vida del ser humano pleno –que no es exclusivamente suyo– que anida en su seno, y atribuir absoluta libertad a una persona para disponer, a su antojo, de la vida de otra, constituye un acto muy grave que tiene nombre y apellidos propios.

Y aunque desde un punto de vista formal y positivo la ley es una norma impersonal y obligatoria dada por los órganos o instituciones públicos competentes para ello, la ley nunca puede dejar de ser un precepto de razón, dictado para el bien común por quien tiene legitimidad para ello. Pero desde el momento en que deja de ser un precepto de razón («una recta ordenación de la razón...»), pierde su naturaleza propia y deja de obligar. La prudencia y el temor a un mal mayor para la sociedad pueden aconsejar a los individuos obedecer a una ley que no obliga, por injusta. Pero si semejante ley –como sucede con la que nos ocupa– ordenase formalmente actos u omisiones contrarios ya a la ley natural, ya a la ley positiva, entonces todos deben obedecer antes a su sentido común y a la lógica natural, y no a la ley oficialmente promulgada, porque la ley deja entonces de perseguir el bien común y pasa a ser instrumento de opresión por el cual los criterios, opiniones o imposiciones de unos, de carácter puramente ideológico-político, atentan contra los derechos y las libertades de otros, por lo que no resulta arriesgado concluir que dicha ley es radicalmente injusta.

Pero es que además de ser injusta es una ley, hoy por hoy, manifiestamente inconstitucional por cuanto que, como es bien sabido, contra la anterior ley del aborto se interpuso un recurso de inconstitucionalidad, que dio lugar a que el TC dictara la sentencia 53/1985, en la que especialmente en sus fundamentos jurídicos 3, 4, 5, 7 y 12 se fija una doctrina de meridiana claridad y contundencia acerca de cuestiones que se violan de modo flagrante en la nueva ley ahora promulgada.

Así, por ejemplo, en el F.J. 3. se señala que «el derecho a la vida, reconocido y garantizado en su doble significación física y moral por el artículo 15 de la Constitución, es la proyección de un valor superior del ordenamiento jurídico-constitucional: la vida humana, y constituye el derecho fundamental esencial y troncal en cuanto que es el supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible...». Y en otro párrafo sustancial se señala que «el Estado tiene la obligación de garantizar la vida, incluida la del nasciturus, mediante un sistema legal que suponga una protección efectiva de la misma... Los derechos de la mujer no pueden tener primacía absoluta sobre la vida del nasciturus, dado que dicha prevalencia supone la desaparición de un bien no sólo constitucionalmente protegido, sino que encarna un valor central del ordenamiento constitucional... La vida humana es un devenir, un proceso que comienza con la gestación».

Subtítulo: El mayor retroceso en el terreno de los valores de una sociedad sana

Destacado: Además de ser injusta es una ley, hoy por hoy, manifiestamente inconstitucional

Destacado: Lo que se ha hecho ha sido convertir un delito horrendo en un derecho jurídicamente exigible

No podemos citar con la extensión que quisiéramos los terminales y contundentes razonamientos y argumentos que se contienen en la sentencia citada, pero sí hemos de señalar que, como se recoge en la misma, el conflicto que se plantea en los casos de aborto no es entre derechos, sino entre valores, y el de la vida del nasciturus es fundamental... De hecho, si sólo merecieran protección jurídica los derechos y no los valores, la mitad del Código Penal carecería de sentido.

En consecuencia, la doctrina del TC, hoy por hoy –porque, evidentemente, puede variar– es clara y reiterada, puesto que fija el estatus jurídico de los nascituri o vida humana en formación, que implica, de un lado, la necesidad ineludible de que se proteja la vida de éstos y, de otro, de que, en los casos excepcionales en que exista un conflicto de valores, se articule un sistema de garantías que evite la desprotección absoluta de la vida del feto. Y dado que la ley orgánica 2/2010, de 3 de marzo, no cumple ninguna de estas dos exigencias básicas derivadas del artículo 15 de la Constitución, según la interpretación del mismo efectuada por el TC en la mencionada sentencia, ratificada en otras muchas posteriores, debe ser considerada inconstitucional, una vez entre en vigor.

Y, como consecuencia de lo expuesto, se ha producido en la inmensa mayoría de la opinión pública una clamorosa pregunta: ¿Cómo es posible que una ley injusta y presuntamente inconstitucional haya sido sancionada y promulgada por el Rey?

En nuestro ordenamiento jurídico la sanción real es un acto necesario para la perfección de la ley, que no es tal sin la colaboración del Monarca, pero interpretar que el artículo 91 de la Constitución impone al Rey la obligación inexcusable de sancionar las leyes es falso, pues para ello tendría que decir que el Rey «sancionará obligatoriamente en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales», y ello no se dice así. Y en el artículo 62 a), tampoco. De tal modo que el precitado artículo sólo le señala al Rey un plazo de tiempo para sancionar, si quiere. Pero nada dice para el caso de que el Rey no quiera sancionar una determinada ley, o sea, que respeta, clara aunque implícitamente, el derecho de veto real.

Y como confirmación de que el Rey participa en la fase perfectiva o constitutiva de la ley, aprobada por las Cortes Generales, al artículo 90 se le escapa decir literalmente que antes de la sanción por la ley por el Rey no hay ley sino sólo proyecto de ley. Y ello constituye una prueba contundente de que la sanción real perfecciona la formación de la ley, resultando el acto culminante del proceso legislativo, no siendo, en ningún caso, un mero «acto de trámite» automático o mecánico, por intrascendente. Es, pues, aquélla la que hace obligatoria la ley.

En resumen: incluso en el caso de que se considerase necesaria, por convencional, la sanción de la ley promulgada, entonces cabría afirmar que sería gravemente inmoral el sistema mismo y no habría otra disyuntiva que modificarlo o abstenerse de intervenir en él o, en otro caso, exigir por todos los medios lícitos al alcance de los ciudadanos, la inmediata derogación o abolición de la nueva ley del aborto.

José M.ª Pérez Rodríguez es abogado

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