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Este milagro se puede terminar

20 de Agosto del 2019 - Álvaro González Morís (Gijón)

En la España de los años cincuenta la juventud, la mayoría de ella nacida después del conflicto bélico que marcó el siglo XX español, tenía esperanzas y, al mismo tiempo, expectativas reales que parecían apuntar a un futuro mejor que el de sus antecesores. “Vivir mejor” en lenguaje popular o, si prefieren, movilidad social, término proveniente de la Sociología, tomaban cuerpo en España. Fueron años duros, muy duros, llenos de sacrificios y privaciones que... parecieron dar sus frutos. La realidad social de mediados de la década de los cincuenta nada tenía que ver con el país de clases medias que ya existía en la Península recién entrada la década de los setenta. Desde el punto de vista macroeconómico son muchos los datos que corroboran lo que el propio Gobierno franquista autodenominó “El milagro económico español”. Para el ciudadano medio fue la época de emigración forzada del campo a la ciudad, los años en los que muchos españoles ostentaron la propiedad de una vivienda por vez primera y que despertaron en muchos las ansias consumistas en forma de automóviles, neveras o televisores. Alejándonos de los fríos datos económicos y de la pompa propia de una dictadura, fueron los sesenta años de bonanza económica y de una movilidad social ascendente que benefició casi al conjunto de la población. El largo letargo de la economía española, anestesiada por la autarquía de los años cuarenta y por un siglo XX lleno de mejoras y retrocesos..., parecía llegar a su fin.

Hoy, en 2019, España es considerada un país desarrollado y de alto nivel de ingresos. Nuestra nación se sitúa a la cabeza del mundo en longevidad, atención sanitaria y calidad de vida. La economía española, con sus debilidades e idiosincrasias, se encuentra entre las principales de la eurozona y en un nada desdeñable decimotercer puesto a nivel global. En estos últimos sesenta años desde la aprobación del plan de estabilización (1959) nuestro país ha recorrido un largo camino, con obstáculos, sí, pero que, sin embargo, ha sorteado infatigablemente y por qué no decirlo, con cierto éxito. Si hubiese que destacar una premisa de estas seis décadas, esta sería el deseo verdadero de asegurar a la siguiente generación un mejor nivel de vida. Nuestros abuelos, nuestros padres... ¿y nosotros? Estos últimos seis decenios, excepcionales por otra parte desde el punto de vista de la historia socioeconómica española, no nos pueden hacer perder la objetividad; este “milagro” se puede terminar. Disfrutar de un elevado nivel de desarrollo económico no es, en nuestros días, garantía de éxito para las siguientes generaciones.

La realidad es que nuestra economía, más allá de los comportamientos cíclicos, no tiene unas perspectivas muy halagüeñas para las décadas venideras. El crecimiento potencial del producto interior bruto (PIB) se sitúa apenas ligeramente por encima del punto porcentual, lastrado por el declive demográfico y por una pésima explotación de las oportunidades que la digitalización puede ya ofrecernos. Otro indicador muy a tener en cuenta de cara a trazar la evolución del nivel de vida, la productividad, lleva prácticamente estancada desde 1999. La recuperación económica iniciada en el año 2014 y que continúa en nuestros días no tiene cimientos sólidos que permitan, a las generaciones más jóvenes, tener una sensación real de que su existencia será más digna que la de sus progenitores. Los sectores a los que España ha confiado la recuperación macroeconómica no son, ni de lejos, de alto valor añadido. En este sentido, el turismo, el nuevo sector estrella tras el pinchazo inmobiliario, ha jugado un papel fundamental como palanca de crecimiento desde que España tocó fondo en 2013 y, hoy por hoy, es capaz de aportar entorno al 12% del PIB. El mercado de trabajo, que desde 1980 duplica de media la tasa de paro comunitaria, ha confiado la reducción de la demanda de empleo a la precarización y a la temporalidad. La visión general es, de nuevo, desesperanzadora. La nueva realidad económica dominada por la digitalización y la robotización, donde la creación de valor alejada de la producción física de bienes y servicios es ya un hecho, nos obliga a elegir el papel que España desea tomar en la economía globalizada. Está en nuestras manos conseguir un país en el que el capital humano sea la principal palanca de crecimiento, al tiempo que se aprovechan las mejoras tecnológicas para incrementar el nivel de productividad de nuestra economía apostando decididamente y sin fisuras por sectores de alto valor añadido tales como las fuentes de energía renovables, las infraestructuras inteligentes, la industria biotecnológica, etcétera. Todo ello nos permitirá afrontar con más fortalezas que debilidades los retos de futuro. En el aspecto laboral el desempleo se reduciría, al tiempo que la precarización y la temporalidad podrían seguir también una tendencia descendente. El incremento de las remuneraciones salariales permitiría reducir la desigualdad en renta, uno de los males del siglo XXI, al tiempo que el Estado de bienestar estaría asegurado por modelo fiscal justo, progresivo y que tuviese bajo su lupa las nuevas actividades económicas alejadas del modelo tradicional de producción o prestaciones de servicios. Si España no apuesta por este modelo de crecimiento, nuestro país se estancará en el plano global, los ciudadanos se estancarán, y el papel que desempeñaremos en la creciente economía digitalizada será más bien mediocre.

Desde mi punto de vista, el problema principal no radica tanto en la situación actual, que desde luego es preocupante, sino en las expectativas de futuro. Ese “milagro social” mencionado anteriormente está, en España, en clara extinción. Una sociedad en la que los jóvenes en edad de trabajar tienen un nivel de vida inferior al de sus abuelos pensionistas no podrá sostenerse durante mucho tiempo y no solo desde el punto de vista estrictamente presupuestario, sino, también, social. La confianza en el futuro, ingrediente clave para el desarrollo socioeconómico de un país que afecta transversalmente a todas las decisiones de los agentes económicos, se está perdiendo en España. Por estas razones creo, sinceramente, que las autoridades han de tomar medidas urgentes, que no se pueden permitir más dilación; háganlo ya, no esperen. Cuanto más tiempo esperemos, cuanto más se dilaten las reformas en un mundo que nunca ha funcionado tan rápido, más hipotecado estará el futuro de las jóvenes generaciones españolas. No destruyan ese “milagro” que tanto les ha costado forjar a nuestros antecesores, téngalo en cuenta, no sean irresponsables y desagradecidos; también los más jóvenes nos merecemos las mismas oportunidades de las que ustedes han disfrutado.

Un saludo, un joven español.

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