Opinión y libertad
Tener una opinión diferente a los demás puede ser penalizada de muchas maneras, y tanto la historia como el presente así nos lo demuestran. Sabemos de la falta de libertad absoluta que rige en una gran parte del mundo, pero también de la falta de libertad relativa que existe en el resto, pues, aunque amparada por las leyes democráticas, es a menudo abandonada por una total falta de respeto hacia los valores más elementales.
Como habitante de este mundo democrático observo, no sin estupor, lo mucho que se practica decir lo que no se piensa y pensar lo que no se dice, para así evitar lo incorrecto, inadmisible, lo no permisible, el riesgo. La imposición prima en todas las escalas de la vida, todo se quiere hacer ver bajo un prisma carente de matices, o es blanco o es negro, o es bueno o es malo, o es yo sí pero tú no.
La sabiduría puede ser patrimonio de todos, pero no la sabia prudencia. Es tiempo de ruidos, de parlanchines y de sabelotodos, en las que las palabras sin sintido y llenas de contradicciones brotan como aguas torrenciales que arrasan al que se le ponga por delante. Se promulgan gratuitamente consejos que no son más que imposiciones enmascaradas. Se ignoran los tiempos de silencio y de palabra, las pausas, esas buenas compañeras que permiten oír y meditar lo escuchado, de modo, que las opiniones de unos se van superponiendo alborotadas a las de los otros y para poder escucharse así mismas se convierten, irremisiblemente, en voces altisonantes cuando no en insultos.
La expresión del pensamiento y la deferencia por la del contrario debería ser la culminación de la libertad, pues el pensamiento es el mayor espacio de independencia y liberación del que puede gozar el ser humano.
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