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Nora, un río con nombre de mujer

16 de Agosto del 2019 - Santiago Gómez Morán (Madrid)

“Por ti, que eras azul, / amé tu brisa, / lo claro de tu luz, / tu sombra leve / y tus aguas, que van / soñando mares”.

El Nora era un afluente del Nalón que pasaba por la falda del monte Naranco. Aquel río maravilloso bordeado de árboles y atravesado por puentes de ojos románicos era diferente al tenebroso mar de olas y resacas. Al cumplir los 9 años mis padres me dejaron ya ir a él a un sitio que se llamaba “La peña Nora” con otros muchachos un poco mayores que sabían nadar sin tener que apoyar un pie en el suelo, como tenía que hacerlo yo. No sé, en realidad, cómo ni cuándo aprendí a flotar en el agua, viendo cómo lo hacían mi perro “Sandokán” y los otros niños. Pero en el río no me daba miedo meterme porque tenía una corriente suave que rozaba las orillas y arrastraba las ramas de los árboles con un sonido tan adormecedor como las oraciones al Niño Jesús, al que rezaba al acostarme. No había en él olas como las de la playa y sus aguas eran tan transparentes como la tibia luz que despertaba a los ruiseñores al llegar el amanecer… Era un río tranquilo que resbalaba mansamente por el estrecho valle, que movía las aspas de los molinos, que acariciaba el paisaje, que reflejaba las nubes y que no dejaba que nos ahogásemos los niños que nos bañábamos en sus orillas.

Yo soñaba entonces, cuando dormía, que en el fondo de aquellas aguas debía de haber un mundo misterioso que no llegaba a comprender. Un mundo en el que volaban batiendo sus largas alas negras las alondras al llegar la primavera… Un mundo donde vivían seres misteriosos que me miraban cuando nadaba mientras esperaban ocultos bajo las raíces nudosas de los árboles a que llegase la noche para salir de sus cuevas con cuerpos transparentes para llevarse hasta el fondo del río a las mujeres y a los hombres que herían su ribera. Quizá pensaba eso porque había leído una poesía de Enrique Heine en la que un hada del Rhin, en la Selva Negra, enamoraba a los marineros y se los llevaba prisioneros al otro lado de la vida. Más tarde, cuando tenía 14 años, conté aquel sueño infantil a mi tía Ángeles y mi tía me dio a leer una novela que se llamaba “Intermezzo”. Fue entonces cuando supe lo que era el amor y el olvido, y supe, también, que lo que yo había soñado de pequeño tenía que ser verdad… Que en todos los ríos del mundo había un hada que se llamaba Loreley, que era un hada bella, que era guardiana de los ríos y que se llevaba celosamente a las mujeres y a los hombres hasta el lugar secreto en el que ella se ocultaba.

Donde nadábamos en el Nora había una presa hecha de piedras cubiertas de un musgo resbaladizo que retenía la corriente para dejarla caer silbando en un pozo sobre el que flotaba una nubecilla de espuma blanca que chispeaba como un arco iris al golpearla el sol de mediodía. Allí, las márgenes estaban sombreadas por avellanos que se inclinaban sobre el agua, y en la ribera se abría un calvero en el que nos desvestíamos, guardábamos la ropa, nos secábamos al sol, merendábamos y jugábamos a la pelota.

Un día vi en el cine una película de “Tarzán de los Monos” en la que el protagonista nadaba a crol y luchaba contra un terrible cocodrilo. La película me emocionó profundamente y ya no tuve más ambición que aprender a nadar como aquel hijo de Lord Greystoke que, abandonado en la selva y criado por una hembra de la familia de los monos de Kerchak, vencía a “Numa” el león, imponía su ley a los guerreros de la tribu masái y se rendía enamorado ante la frágil Jane…

-¡Tú, Jane; yo, Tarzán!

Y aprendí a nadar al crol como el descendiente de Lord Greystoke viendo cómo lo hacía un amigo mayor. Y no me enamoré de Jane, porque en aquella época lo estaba de Norma Shearer.

Cuando supe nadar como Weismüller había cumplido ya los 11 años y el Nora dejó de ocultarme sus misterios. Conocí entonces todos sus secretos: las cuevas de las nutrias, los escondrijos de las comadrejas y los nidos de los vencejos. Sabía las horas en las que las truchas salían a cebarse saltando fuera del agua, donde estaban los pozos en los que anidaban las anguilas y el abrevadero en el que una zorra, al atardecer, bajaba a dar de beber a sus dos zorreznos.

Algunas veces me olvidaba de la hora que era y quedaba hasta que caía la tarde para poder nadar entre dos luces y ver detrás de mí una estela fosforescente que se iba ensanchando y brillaba como si fueran luciérnagas flotando sobre el agua. A esas horas los ruidos que se oían en las orillas eran diferentes de los que se escuchaban por el día. El agua estaba ya silenciosamente adormecida sobre el regazo de la ribera y las musarañas se despertaban abandonando sus madrigueras. Al mismo tiempo que ellas correteaban entre las matas rastreando gusanos descuidados, los mochuelos de ojos redondos y fríos las acechaban ocultos en la fronda de las ramas. Repentinamente, bajo la luz tímida de una Luna recién salida de detrás de la montaña, había un batir de alas siniestras en el aire y una ola de terror sigiloso en los matorrales. A continuación, se escuchaba un lastimoso chillido, se oía de nuevo un brusco aleteo y se apagaba el lamento. Después, todo quedaba otra vez en calma. Era que el mochuelo había matado a un ratoncito de campo y se lo había llevado al nido para dar de comer a sus polluelos.

Si me bañaba por la tarde, cuando terminaba el verano y asomaba la luz rojiza del otoño entre los árboles, bajaban desde el cielo unos jirones de niebla húmeda que me hacían tiritar al salir del baño y me obligaban a frotarme fuerte con la toalla para entrar en calor, y allí, ya vestido y con la toalla sobre los hombros, sentado bajo un viejo olmo, soñaba con aventuras en países que no estaban en ningún mapa y me quedaba oyendo el murmullo del agua y el susurro del viento entre las hojas de los árboles mientras soñaba con mundos nuevos y lejanos.

Después, cuando salía de mis sueños, me ponía el jersey y, entre dos luces, corría hasta mi casa, donde ya estaban todos los hermanos sentados a la mesa y con la sopa servida.

Allí, en la orilla del viejo río de mis sueños, bajo el olmo que me cobijaba con su sombra, enterré a “Sandokán” cuando se murió a mi lado, ciego y achacoso… Y no le puse encima una cruz porque me dijo el abuelo Manuel que la cruz era de Jesucristo y solo se les ponía a los hombres.

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