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El asesinato de Napoleón

29 de Agosto del 2019 - José María Casielles Aguadé

Las biografías siempre me han interesado. Siendo niño, por la simple curiosidad de conocer algo de la vida de los demás. Ahora –ya viejo– valoro la transmisión de experiencias que las vivencias ajenas nos aportan. Toda vida, por simple y modesta que parezca, encierra experiencias interesantes para el común de los mortales. Las de esa clase de individuos que llamamos “personas notables” resultan más novedosas; bien por su ejemplaridad, bien por sus desviaciones psicopatológicas. De todo hay, para seguir o rechazar.

En esta tesitura no podía dejar de interesarme la figura de Napoleón, nacido en Ajaccio (Córcega) hace ahora 250 años (concretamente el 15 de agosto de 1769). He leído bastante de su vida y, sinceramente, mi valoración personal no es positiva. Para empezar, un compatriota suyo reprueba las actitudes de sus progenitores, Cario y Letizia, demasiado bien “acomodados” con el gobernador francés Marbeuf, después de la compra de Córcega a Génova por Francia. H. Guillemin, un biógrafo compatriota de “Nabou”, como le decía su madre al nacido corso, no se anda con bromas y lo llama “gangster”, y refuerza su opinión en la siempre ponderada opinión de Tolstoi, que lo califica de “bandido”. Su carrera militar es becada por Francia, y responde a sus únicos intereses personales y a los de su manipuladora familia: progresismo puro. En 1785 es graduado subteniente; en 1791, teniente; en 1792, capitán; en 1793, comandante. No ha vacilado en disolver manifestaciones a cañonazos, y en 1794 tenemos a Napoleón como general de brigada. A finales de 1795, él y su familia se han hecho ricos. Su mamá está encantada con la inteligencia de “Nabou”. Con independencia de los talentos tácticos de Napoleón, y su celebrada capacidad para la explotación de la topografía y la coordinación de movimientos, sus métodos son inaceptables: durante la campaña de Egipto (1799) se deshace de 2.000 prisioneros degollándoles en Jaffa, para ahorrar municiones. Tras la desastrosa experiencia naval de Abukir con los ingleses –pésimo antecedente de Trafalgar– Napoleón se escurre de Egipto, que enjareta a Kleber –posteriormente asesinado– y se escapa a Francia, vía Ajaccio para supervisar sus negocios. En 1880, ya con altos niveles de poder, decreta el cierre de sesenta periódicos; los otros son rigurosamente intervenidos. Tres años después, de los trece restantes quedaban sólo ocho. La dictadura, el decreto y la liquidación de los MCS acompaña siempre a la pérdida de libertad. La vida de los hombres le importaba un rábano. Cifras cantan: Austerlitz, 23.000 muertos; Eylau, 50.000; Wagram, 55.000, y Borodino se salda con 80.000 muertos. A la desastrosa campaña de Rusia parte con más de 600.000 hombres, de los que apenas regresan 6.000.

Con estos datos, recopilados hace casi 45 años, cae en mis manos hace poco menos de 40 un libro excepcional sobre “el asesinato de Napoleón”, que en su día sacudió la paz de muchos amigos, docentes de Historia, y que se sonrieron ante lo que consideraron sólo una broma. Yo que soy de Ciencias me rindo al rigor de los hechos, que se imponen siempre al calor de los sentimientos, a las mentiras “chauvinistas” y a cualquier tipo de engaños políticos, cualquiera que sea el aderezo demagógico que los adorne.

Es sabido que tras la derrota de Waterloo, Napoleón fue confinado a la isla británica de Santa Elena, en el Atlántico Sur, a la que fue trasladado en el buque “Bellephoron” desde Plymouth. Se le alojó en la residencia de Longwood House, con un séquito de más de veinte personas, y en un régimen que hoy calificaríamos de “muy liviana libertad vigilada”, bajo la supervisión del general sir Hudson Lowe.

La muerte de Napoleón tuvo lugar a la edad de 51 años, en 1820, y tras la autopsia realizada por su médico personal Francesco Antommarchi, asistido por otros seis forenses oficiales ingleses, se diagnosticó un tumor digestivo a nivel pilórico. Los doctores ingleses apreciaron en sus informes con la referida “úlcera cancerosa”, una “dilatación hepática y fragmentos cirrosos”. Como la causa del fallecimiento de su padre se había debido a un padecimiento similar, se despejaron posibles sospechas sobre los ingleses, para alivio del general Lowe.

Nada menos que después de 1960, es decir, más de 140 años. El científico sueco Sten Forchufsvud, familiarizado con las técnicas avanzadas de análisis químico, entró en sospechas de que Napoleón hubiera sido envenenado. Quienes tuvimos la oportunidad de estudiar Toxicología conocemos la historia de la marquesa de Brinvilliers, a la que frecuentemente se alude en los prólogos de estos textos. La madame en cuestión envenenó a su padre, a sus dos hermanos y a otros menos afectos, con una depurada técnica de acumulación progresiva de metales pesados (concretamente arsénico), que al no ser eliminados por el organismo alcanzan al fin dosis tóxicas letales. La ilustre dama en cuestión completó su faena con un consultorio privado para asesorar a “viudas vocacionales”. Descubierta su actividad en 1676, a los 34 años fue decapitada y sus restos quemados. Aún hoy en día acontecen vergonzosos envenenamientos laborales similares, por lógica falta de medidas preventivas adecuadas.

El investigador sueco Forshufvud, tenaz y bien orientado, se puso en contacto con otro colega de la Universidad de Glasgow, que había puesto a punto una nueva técnica para ampliar la reactividad del tóxico, bombardeando previamente la muestra natural con neutrones en un reactor nuclear, lo que reducía la cantidad necesaria de muestra para el análisis.

El arsénico, obviamente tóxico, tiende a ser desplazado del torrente circulatorio hacia tejidos inertes (piel, uñas y pelos). Esta feliz circunstancia, unida a la vieja costumbre de añadir mechones de pelo a las cartas más íntimas, o a regalar estos mechones como recuerdo personal, encerrados en guardapelos de plata, movilizaron a los investigadores a buscar muestras en correspondencia antigua.

Si –por otra parte– añadimos que el cabello crece a un ritmo aproximado de 1,05 centímetros/mes, y que además era frecuente entonces el pelo largo (unos 15 centímetros) en hombres y mujeres, entenderemos que se pudieran tener muestras datadas (por la carta) y seriadas, de más de un año de alcance. El contenido normal de arsénico en el pelo es de 0,8 p.p.m.

Si agregamos además el conocimiento de que el café y el vino son vehículos adecuados como excipientes para despistar el gusto del tóxico empieza a resultar sospechoso que Napoleón fuese envenenado con el vino Constance, que importaban para él (sólo para él), desde Sudáfrica en barricas, y que embotellaba sistemáticamente Montholon. Efectivamente la cuidadosa revisión y seriación de datos posterior, señaló como autor del crimen al general francés Montholon, que le acompañaba con su séquito. Ya se ve lo que pasa por el mundo, procurad seguir siendo buenos.

Y, ¿no tuvo Napoleón alguna actuación positiva? En mi criterio, sí. Cuando ya en la cumbre del poder le preguntaron qué idioma debería hablarse en Francia, contestó sin vacilar: “El francés de París, en todo el territorio nacional”. Aprendamos.

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