Diario inacabado (a Pepín Roces)
Seis días. Seis días te faltaron, Pepín, para acabar el diario de 2008. Todos los días anotabas en tu diario, una especie de cuaderno de campo, los aconteceres cotidianos, casi siempre repetitivos por la monotonía de los días en los pueblos. Algunas veces esta monotonía se rompía. Sucesos imprevistos te llenaban de zozobra y una especie de huracán interno, poco devastador, eso sí, te agitaba, hasta que tu pluma, actuando como un bálsamo, los transcribía. Asimismo manifestabas tus sentimientos y, al dejarlos fluir en las páginas de tu diario, una especie de energía liberadora te hacía inmune a las mezquindades.
Seis páginas, Pepín. Las seis últimas páginas dejaste por escribir. Algo insólito en ti.
Contabas los libros que había en la biblioteca de La Sociedad uno a uno y, sin embargo, aquí…lo dejaste cuando te faltaban solamente seis páginas. Contabas los pasos que había, en tu cotidiano paseo, desde La Braña a Mosquitera y, en el último, en el último paseo, dejas seis (cientos) pasos sin contar. ¡Hasta los mejores algunas veces se cansan y abandonan!
Claro que allí, en la Casa del Pueblo, estaban decenas de chavales esperándote para ayudarte a llegar a la meta. Porque los jóvenes eran amigos tuyos, Pepín. Que la juventud reside en el espíritu. En el intacto espíritu de lucha, en la pasión por lo que se hace, en el vigor moral de quien sabe que está haciendo lo correcto, en la bonhomía, en el afecto, en la comprensión… y, sobre todo, en la dignidad. Porque tu figura, Pepín, siempre estará asociada al concepto de dignidad.
Bajo un cielo preñado de negros nubarrones que presagiaban lluvia te acompañamos.
Mientras, una cibernauta y tenebrosa paloma mensajera de alas negras transportaba en su turbio pico un mensaje de condolencia o de denuncia. ¡Vete tú a saber!
En la despedida… silencio. Ni un solo grito, ni un llanto convulso. Lágrimas silenciosas que pugnaban por salir del dique de nuestros corazones y algunas lo conseguían. Lágrimas que nos enturbiaban la vista y bajaban arrasadoras haciendo surcos indelebles en nuestras mejillas. Ojos enrojecidos que se miraban incrédulos y espíritus alicaídos que se iban con la cabeza baja y los hombros hundidos. Una última mirada de soslayo y un murmullo de «hasta luego».
Nosotros seguiremos escribiendo por ti, Pepín. Un abrazo, amigo. Hasta siempre.
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