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Por qué Río Negro

3 de Septiembre del 2019 - Abilio Pelaz Fernández (Luarca)

Hace medio siglo conocí en Castilla la Vieja, en nuestro trabajo común de profesores de Bachillerato y Preuniversitario, en el Instituto Jorge Manrique de Palencia, a una “mocina” de Luarca. Sí, Jorge Manrique, poeta palentino de Paredes de Nava (Palencia): El de las “coplas a la muerte de su padre”, el gran Maestre D. Rodrigo Manrique. “El de los ríos que van a dar a la mar, a morir, a descansar”.

Los recuerdos y la gran belleza de nuestro insigne poeta del siglo XV han llevado mi mente por derroteros similares, y, para describir, según mi entender personal, a Luarca, voy a hacer un descenso por su río.

Río Negro, río Negro... ¿Por qué Negro?

El autor viajero piensa que le viene del binomio: sus grandes estiajes, seguido de enormes crecidas, que al descarnar la tierra de parte de sus raíces arbóreas, va depositando en su lecho de piedras blancas y aguas cristalinas la tierra fértil y negra que le caracteriza.

En Luarca, lo más generalizado y, por tanto, más probable es que tanto el río Negro, así como sus afluentes, al ir besando sus orillas, arrancan motas pizarrosas, que al ser depositadas en su cauce dan la sensación de negritud. Una tercera y cuarta opinión atribuyen su topónimo a restos de carbón de una vieja mina e incluso a alguna cerrajería.

El río Negro nace a una altitud de escasos cuatrocientos metros, en un pico de Masenga en dos manantiales, pequeños surtidores, que cual ojos de lince, noche y día durante las cuatro estaciones, no cesan de borbotar. En su corto trayecto para llegar a la mar, cada valle deposita su sudor en lágrimas y nuestro río crece. A su vera, en procesión, en el centro el río, y la arboleda le cobija, siendo esta la más variopinta, como corresponde a una tierra fértil. Hay alisos, avellanos, salgueras, laureles, saúcos y castaños de aquí y de Indias, que procesionan al río filtrando los rayos solares, la lluvia, el viento. Crea reflejos y refracciones del sol, que van sembrando de vida hierbas acuáticas en su cauce para alimento de los peces; sombras pequeñas y gigantes, según la hora del día. ¡Qué río tan hermoso discurre ya por un valle!...

Y..., ¿los prados? Van alfombrando el resto del valle para pastos del ganado en tiempo bueno y para el invierno ensilados hasta la espesura en las laderas, donde anida la peste, de fácil dinero, que esquilma el terreno, que no es otro que el eucalipto.

El río Negro, antes de los bomberos, es sangrado para beber y otros usos de los luarqueses.

La vega se ensancha, aparecen maizales, San Timoteo, amurallado de alisos, “ese que todo lo ve”. Y en el corazón del campo, la capilla. Empiezan las primeras casas, la Veigona, campos de deportes... Hemos entrado en Luarca. Por ambos lados, cual caminos de sirga, calles asfaltadas, donde el río y la ría son dos en uno según el reloj de las mareas.

Cerca de la desembocadura, uno u otro según las mareas, cuando es baja, el agua llega al puerto por los tubos; cuando es alta desemboca a la playa primera. A su izquierda, el barrio de la Pescadería, lugar donde residían los antiguos marineros; a la derecha, el Cambaral, que el viajero interpreta como lugar de cangrejos, quizá de venta o de pesca (el cangrejo en latín recibe el nombre de “procambarus”), en esta parte, una especie de herradura, donde las casas van naciendo en sucárcava o anfiteatro. Las mismas se reflejan en el puerto, donde los barcos amarrados a pantalanes y noráis dormitan en valses mariegos. Que a partir de las cero horas, con las carnadas en sus anzuelos, con sus haces de redes o sus cañas (a estribor, babor y popa según las artes de pesca), empiezan paulatinamente la desbandada para hacer el camino de la faena a la pesca.

Para recoger los rayos solares desde el cénit al ocaso, recostado en la ladera, hacia el sol cariñoso de Poniente, uno de los cementerios más bonitos de España; al lado, la cueva de la Blanca, arriba el faro, guía y luz de marineros. Desde la parte superior las mejores vistas de Luarca, que caminantes y extranjeros admiran y sus pulgares levantan.

Así conocí Luarca hace medio centenario. Tenía para este castellano todos los mimbres para hacer el mejor cesto, para ser de los pueblos más bonitos de España, con tres playas segurísimas, nunca se ha ahogado nadie, que si ¿no son blancas?, ¿y qué? Tenemos un poco de pizarra, agua limpia y “casetas”, que no hay en otras. Tenemos un premio Nobel de Ciencia, Severo Ochoa, y casi otro, Fernando Galán, catedrático de Salamanca, que sólo con una biología general, en primer curso inició a una decena de alumnos: Barbacid, etcétera, a punto de ser otros Nóbeles.

Sobre su río, siete puentes, tantos como días la semana, arcos de galanura, sobre todos el de la carretera general Km. 505 de Madrid, que en su margen derecha da vida al “alisón”, quizás el más bonito soldado fijo del río. No puedo olvidar el séptimo puente, denominado puente de “El Beso”, según la leyenda, el triunfo es del amor. A la sazón los marineros cautivaron a un corsario que entregaron al magnate de la villa, cuya hija vino a enamorarse del pirata, enterado el padre, de un solo tajo cortó las cabezas de ambos amantes, que aparecieron en el lugar del puente, de tal guisa: los cuerpos entrelazados y las cabezas unidas en beso eterno.

¿Y los tiestos? Adornados con sus flores, como diría mi cuñado, apreciado y querido Carlos Anciola, en un más que bien mexicano de Cantinflas, cuando tenía tres vasos de vino, ¿”qué les hubo manito”? El viajero dice, ¿”qué se fizo de ellos”? No molestaban y daban sabor, era en España “el pueblo de los tiestos del río”.

¿Qué falla o ha fallado? Ha habido regidores de todos los partidos en la democracia. Y Luarca se estanca. En su entorno crecen pueblos que poco a poco suenan más. Las casas apenas se pintan. ¿No era la villa blanca de la costa verde?, ¿por qué no despiertas, Luarca?

Hay que rehacer las casas en su casco antiguo, hay que arrimar el hombro, por supuesto las autoridades, no olvidemos que cobran y... los vecinos un poco.

Así haremos una Luarca más marinera, más guapa. Los mimbres para setos no valen nada, crecen y mueren. Y... alguna industria, las que había fenecieron, como el río, en la mar.

Abilio Pelaz Fernández, catedrático de Matemáticas, jubilado

Luarca

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